Leer
determinados libros nos perturba hasta sacarnos de nuestras casillas y de la protección del hogar, nos arroja a la intemperie, nos
convierte en nómadas e incluso llega a destapar nuestras
contradicciones. Cuando esto ocurre sirve para confirmar que la buena
literatura es transformadora, inquisitiva, capaz de estirar y ampliar
nuestros límites, obligándonos a leer de otra manera, como si
atravesáramos un pasadizo de arenas movedizas en donde nada parece
estable y todo sospechoso. El buen lector ha de asumir, sin
prejuicios, cuando se embarca en la aventura de un nuevo libro, tener
disposición para dejarse sacudir condescendientemente por una
historia, como esta que traemos hoy aquí, que lo ponga contra las
cuerdas.
Después
de su incursión en el género diarístico con Diario
del hombre pálido (2010) y
Piel roja
(2012) publicados en Demipage, dos excelentes libros que siguen
cosechando reconocimientos entre el público lector, Juan
Gracia Armendáriz (Pamplona,
1965) regresa a la ficción con La pecera
(2015), editado en el mismo sello anterior, un título metafórico
del que se vale para mostrarnos el torbellino malsano de la
conciencia de un profesor de literatura a la deriva bastante castigado por
los estragos del alcohol.
El
protagonista y narrador de la novela, Miguel Quer, es un hombre
descontento con su profesión y desencantado de la materia educativa
que imparte. A él, la literatura ya no le vale como estímulo y,
mucho menos, como algo provechoso para la vida. Cierto día conoce a
Ana Ferrer, una diseñadora prestigiosa, de la que se enamora
perdidamente. A esta mujer también le gusta beber, y ambos emprenden
una vida de pareja en la que el alcohol les sirve de divertimento y
como evasión en sus encuentros amorosos. Sin embargo, este camino
intempestivo, de excesos con la bebida, hace mella en Ana hasta el
punto de que consigue desengancharse de esa adicción tóxica poco
después de que ambos cambien de domicilio y se instalen en plena
sierra madrileña. Esta decisión valiente por parte de ella, de
cambio de escenario y lucha contra el alcohol, propiciará, al poco
tiempo, el desencuentro de la pareja hasta llegar a su ruptura. El
narrador, con cierta nostalgia dice que “Ana dejó de beber, saltó
de la pecera, abandonó el mar de fondo y se transformó en un
anfibio, en un reptil, luego en un ave atenta e inmisericorde”
(pág. 110).
La pecera
se abre y se cierra con ese grito de desgarro existencial recurrente
de Dostoievski en Los
hermanos Karamazov: “Soy
malo y sentimental”. Aunque la novela de Gracia
Armendáriz surca por otros
derroteros a la del escritor ruso, en esta historia hay suficiente
líquido metafórico y reflexivo acerca de los estragos que hace el
alcohol en el cuerpo y en el alma de sus náufragos. El escritor
navarro elige la primera persona como voz narrativa y el lector se
pregunta cómo un narrador alcohólico puede estar sumido en la
realidad de lo que cuenta. Pero el autor procura transmitir al lector
que su personaje no delira, sino que rememora desde los escombros de
la resaca los pasajes vividos y los sufrimientos que padeció en
plena efervescencia etílica.
El
haber elegido esta forma narrativa y los tiempos verbales son, a mi
entender, un acierto que dan consistencia al relato. Cuando Miguel
habla, el presente transcurre en ese momento, y es ahí, en ese
instante, cuando se produce el impacto en el lector que no sabe qué
vendrá a continuación, sobre todo en esos momentos en los que el
personaje se encuentra solo y abatido. Sin embargo, cuando se produce
un cambio temporal, Miguel evoca el pasado con Ana, su mujer, que lo
abandonó definitivamente. Sus resacas dan un tipo de registro
literario amargo, de hastío reflexivo. Los momentos de abstinencia
reproducen un sentimiento de lucha y recelo. El alcohol tiene el
efecto perverso de iluminar y, al mismo tiempo, ampliar todo lo que
en estado sobrio reprimimos normalmente. Por eso, cuando suceden
momentos de euforia a base de la ingesta alcohólica, hay una
dislocación del alma que confunde la realidad y la reinterpreta con
ese humor ácido tan característico de una borrachera.
Ya
en las postrimerías de la novela, el protagonista de la historia se
pregunta sin mucha convicción cómo lidiar con la situación para
recuperar la dignidad, como si tuviera que llegar a un acuerdo con la
aceptación de su pasado, tal como Ana Ferrer creía a pies
juntillas, aunque Miguel Quer es un pez sumergido en la pecera tóxica
de la bebida que no parece tener mucho empeño en saltar de la misma.
Juan Gracia Armendáriz
firma una historia brutal, una novela violenta muy bien contada,
desde la mirada distorsionada y chirriante de un hombre atribulado,
pero, sobre todo, desde una voz desaforada, irreverente, cuyo emisor
no se ajusta a ningún tipo de comportamiento social al encontrarse
perdido, con la brújula rota que piensa en una redención mediante
copas y más copas, desencantado y voluntariamente náufrago, que
encontrará un resquicio final para secarse de la humedad adictiva
de tanto whisky, sin estar apenas seguro de conseguirlo.
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