Lo
mejor de la literatura, viene a decirnos Frédéric
Beigbeder (Neuilly-sur-Seine,
1965) en Una novela francesa
(2011), quizás lo mejor de su producción narrativa, es que se
acuerda de lo que nosotros hemos olvidado: “escribir
es leer en uno mismo. La escritura reaviva el recuerdo... Todo
escritor es un cazador de fantasmas”.
No hay que quitarle razón al francés por lo afirmado, sino que,
además, en su nueva propuesta literaria, constata el mismo
diagnóstico que Roland Barthes
hiciera sobre el oficio de escribir: la escritura cumple una tarea
cuyo origen es indiscernible.
Toda
novela es, más que nada, forma y, en ella, una mala historia bien
contada se puede convertir en una buena historia, mientras que una buena historia mal contada da como resultado un mal
libro. Oona y Salinger
(Anagrama, 2016) pertenece al grupo de las buenas historias bien
contadas, con el aliciente de llevar implícito ese atractivo que
tiene para muchos lectores descubrir los secretos de sus mitos.
Beigbeder,
expublicista y editor, participó en 2007 en un documental sobre la
misteriosa figura de Salinger,
el novelista que optó por su bibliografía antes que por su
biografía, hasta tal punto que la única noticia cierta de su vida
está datada en 2010 con su muerte, a la edad de noventa y un años.
Con esta novela, el escritor galo sorprende a J. D.
Salinger en plena juventud,
fascinado por la deslumbrante Oona O´Neill,
hija del dramaturgo Eugene O´Neill,
Nobel de Literatura en 1936, en un famoso night club neoyorquino.
Allí en el Stark Club nace un idilio romántico entre ambos. Pero lo
que pareció una historia de amor imparable, el destino pondrá su
freno y truncará el futuro de la incipiente pareja. En 1942,
Salinger se alista en
el ejército americano, participa en el desembarco de Normandía y en
la liberación de los campos de exterminio. Oona,
una joven inquieta e impaciente, conocerá en Hollywood a Charlie
Chaplin, de 54 años, se
enamorará perdidamente del cineasta, se casará con él y tendrá
ocho hijos. Aquella ruptura y la nueva etapa sentimental emprendida
por su amor platónico marcará de por vida al autor de El
guardián entre el centeno.
Estas circunstancias y las consecuencias derivadas son las
motivaciones que llevaron a Beigbeder
a recrear los diálogos que aparecen en la novela, a partir de la
correspondencia mantenida entre ellos que jamás se publicó. No
falta la presencia de Capote
y Hemingway, dos
grandes de la literatura norteamericana que contribuyeron a
escenificar los encuentros mantenidos por la pareja. Salinger
deviene en un personaje incómodo para la extravagante Oona,
al que considera difícil de sobrellevar siquiera como amigo.
Desde
una juventud desenfrenada y libre, hasta los momentos propios de dos
seres instalados en el estadio final de sus vidas, transcurre el
devenir de la historia que se cuenta en esta novela, resultando una
reflexión sobre el amor y la edad, envuelta en una cierta melancolía
y nostalgia. El encuentro final de Oona
y Salinger es
imaginado, probablemente se encontraron en alguna ocasión, no se
sabe. Para eso existen las novelas, para recrear estas posibilidades
que la historia no contempla, ni registra.
Oona y Salinger se
sitúa en la senda de la non-fiction
novel
o, incluso, de la faction,
una forma narrativa de emplear los procedimientos del arte de la
ficción, pero de manera factual, es decir, una mezcla de fiction
y fact.
Quizás para el autor parisino, la ficción pura, sin el carburante
de lo real, puede resultar una pura entelequia. Como también lo
puede parecer a otros escritores coetáneos y paisanos suyos, como
Jean Echenoz,
con novelas como Ravel,
Correr
y Relámpagos,
o las últimas de Emmanuel
Carrére,
a partir de El adversario.
En este modelo de novela biográfica o biografiada, el autor excluye
la invención y la fantasía, pero eso no le impide que en su obra no
haya un mundo lleno de imaginación, ni de conjeturas. La realidad,
como no se cansaba de recordarnos Nabokov,
es la única palabra que no quiere decir nada si no va
entrecomillada.
Los
fantasmas de Beigbeder
también están presentes en esta conmovedora historia, hasta el
punto de aproximarse a sus propias vivencias, como él mismo alude en
el último capítulo de la obra en el que nos cuenta cómo se
encontró y enamoró de Lara, su joven esposa.
Enamorarse
nunca es un tiempo perdido, aunque su consecuencia final sea dolorosa
e, incluso, cruel. Quizás, en el fondo del espíritu huidizo de
Salinger,
él nunca quiso dejar de ser joven, y por eso creó a Holden
Caulfield, en un intento de perpetuar esa aspiración utópica suya
de juventud eterna. Pero, como bien dice Chaplin,
el hombre que le birló su amor: “para un hombre, la felicidad
llega cuando una mujer lo libera de todas las demás mujeres”.
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