Para
Fleur Jaeggy (Zúrich,
1940) nada de lo anteriormente dicho es excluyente del resto para
definirla como narradora. Considerada en los círculos literarios
europeos como autora de culto, de estilo depurado y desnudo, muy
leída y premiada en Italia, se trasladó a Milán en 1968, después
de haber vivido en París y Roma, para trabajar en la editorial
Adelphi Edizioni y casarse posteriormente con el ensayista Roberto
Calasso, su actual presidente.
Para esta mujer, entusiasta lectora de Kafka
y de su paisano Walser,
la verdad interna de un relato, tal como dijera el escritor checo, no
se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y
otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores. De ahí
que en los textos reunidos en El último de la estirpe
(Tusquets, 2016), bajo la traducción primorosa de Beatriz
de Moura, la escritora suiza
despliegue todo su oficio narrativo para gozo de sus lectores,
entretejiendo una serie de motivos que se repiten una y otra vez. Los
arquetipos que discurren por aquí son una constante en su actividad
literaria: seres desvalidos, amistades imposibles, desencuentros de
padres e hijos, personajes melancólicos y perturbados...
Los
veinte relatos que componen el libro no se atienen a una temática
común, pero ninguno se distancia de lo esencial: no parece que el
sentimiento y la razón sean mundos antagónicos. En los cuentos de
Jaeggy hay pasiones
en las ideas y razones en los sentimientos de sus protagonistas. Para
una escritora tan pendiente de narrar lo esencial, con esa destreza
sintáctica que le permite desengrasar toda retórica con un texto
límpido, casi sin adjetivación, las palabras han de ser solo las justas y las necesarias, como ya dio cuenta en 1989 con su
mejor novela, Los hermosos años del castigo,
o en 2003, con otra que fue nombrada mejor libro del año por el
Times Literary Supplement, me refiero a la historia familiar y cruel
de Proleterka. Posee ese
don artístico de pulir la escritura con frases sencillas y menudas,
condensadas de expresividad, en donde los silencios insinúen tanto como las palabras, para punzar al lector a que complete lo callado.
En una sola línea cabe un trastorno, un asombro o una maldad. Todo
lo que cuenta en este volumen reciente va cargado de melancolía y
tristeza. En el relato que abre la colección, Sono
il fratello di XX, como
figura en el original que da título a la obra, el internado, el
dolor y la tristeza no le impiden seguir adelante al niño escritor y
poeta que, ya de mayor, sabe que “a las palabras pese a todo
siempre hay que darles crédito. Al menos hay que fingir que se
parecen a su significado. A su significado sesgado”. En Negde,
Jaeggy retrata al
poeta Iosif Brodsky
paseando por Nueva York, como si anduviera a su aire por ninguna
parte, que es lo que significa en ruso “negde”. En otro, como la
Sala aséptica,
un microrrelato sutil sobre la vejez, la autora aparece acompañada
de la escritora y amiga Ingeborg Bachmann.
En Un encuentro en el
Bronx aparece un
comensal especial, Oliver Sacks,
sentado en un restaurante neoyorquino. En esta historia, la metáfora
de la muerte vuelve al relato a través de la mirada de un pez
superviviente que espera en el acuario la orden del cliente para su
sacrificio culinario.
Los
relatos de Fleur Jaeggy
no dan sosiego al lector, ni siquiera cuando el protagonista sea un
astuto gato, un simple objeto o seres angelicales. Los temores y los
silencios que surcan sus páginas producen inquietud y desasosiego,
fragilidad e incertidumbre. Los personajes denotan apagamiento y
dramatismo. No sabemos cómo hablan, sólo conocemos cómo actúan y
cómo se las apañan para sobreponerse.
No
le faltaba razón a Sartre
cuando decía que no se es escritor por haber elegido decir ciertas
cosas, sino por la forma en que se digan, como es el caso de la
autora de estos susurrantes cuentos, una escritora sintética,
atinada en la observación de los pequeños detalles.
Por
El último de la estirpe
discurren seres aturdidos, expuestos con maestría a ser examinados
por el lector a través de cómo miran y cómo gesticulan, con pocas
palabras: una sutil manera para constatar la correspondencia latente
de sus vidas azoradas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario