El
aforismo más conocido y, probablemente, más contundente del
Tractatus del
genial Wittgenstein
puede que sea este: “De lo que no se puede hablar hay que callar”.
El filósofo se propuso con ello afinar sobre los límites de lo que
podemos pensar, y especialmente de lo que podemos reflexionar con las
palabras. De ahí que defendiera a ultranza que lo que podía
pensarse con palabras podía ser dicho claramente y sin ambages en un
lenguaje lógico.
Los
aforismos de Ramón Eder
(Lumbier, 1952) tienen ese halo semejante al arte de pensar
wittgensteiniano: austero, retirado, lógico y conciso, que aspira a
la verdad y a la claridad, pero el pensamiento del poeta y escritor
español está hecho de fragmentos y destellos de la filosofía
moderna más pragmática, donde el humor y la ironía menudean como
alivio a la gravedad reinante en tantos cultivadores del género.
Ironías
(Renacimiento, 2016) reúne en un único volumen toda la trayectoria
aforística de este autor desde que se inició en este arte minúsculo
hace quince años y que comprende La
vida ondulante y Aire
de comedia, a los que añade una nueva sección bajo el nombre de Aforismos
del Bidasoa, inéditos
hasta el momento. En todo aforismo, lo principal para Eder
es la frase certera, la manera en que cada palabra se inserta en
ella, sin grandilocuencia, ni dogmatismo. Lo importante es la
eficacia de lo escueto bien dicho, la paradoja, la ambigüedad bien
urdida, el modo en que el pensamiento toca el sentido, las emociones.
Lo importante de los aforismos son los estados de conciencia que puedan crear en el lector, a ritmo de frases medidas, sin ajarse
en el camino, pese a su fugacidad inherente. A estos rasgos
definitorios de su manera de concebir sus ironías y relámpagos,
como le gustan definirlos, debemos añadir otros propios y genuinos a
su carácter, como son su tendencia al humorismo y a lo contradictorio de la realidad.
Cada
sentencia breve suya, tan ceñida a la esencia de una reflexión, a
la perplejidad inusitada de una experiencia o al asombro cotidiano de
un paseante dispuesto a mirar el mundo insólito que le rodea, puede
ofrecernos argumentos para la broma inteligente, el ingenio, la
efervescencia de la vida, el desánimo o el sarcasmo. No es muy dado a hacer frases sonoras sobre la desdicha personal, como tampoco a valerse de esas
noticias, aparentemente buenas, que a veces nos estropean el día. En ocasiones hasta hurga en esa benevolencia excepcional de lo que significa
un día perfecto para concluir que no es más que algo corriente que
llega a suceder a menudo. “Ser ligero en literatura –subraya–
es la única manera de no ser un escritor pesado”.
Ironías
es más que un libro entretenido, porque también es ponderado y
serio, aunque sarcástico, y admite muchas lecturas, tantas como uno
esté dispuesto a consentirse, sumergiéndose cientos de veces en lo
cotidiano, que es donde reside la auténtica trascendencia humana,
como con delicadeza nos muestra su autor. No siempre apetece leer a
Wittgenstein o a
Heidegger, otro
grande de la filosofía del siglo XX. Los aforismos de Eder,
además de amenos, son enciclopédicos en su temática, cumplen con
la dicha y la honra de multiplicar con sutileza y sabiduría las
muchas cosas que suman, restan y dividen en la vida, a golpe de
destellos y sonrisas, la mayoría de las veces frescos, las menos con
muecas, y todos con una cierta didáctica sutil que nace del análisis
de la propia experiencia, pero alejados de la máxima o de cualquier
doctrina moralizante que se le parezca.
Esta
reseña debería haber sido más breve de lo que finalmente resultó,
en concordancia con el género que conforma su esencia: precisión,
brevedad y agudeza. O simplemente haber sido más eficaz y audaz
aunando el impecable y hermoso prólogo del libro, a cargo de Carlos
Marzal, con la felicísima
solapa firmada por Enrique García-Máiquez y,
a modo de coctel, agitar la sustancia que glosan sus palabras para
después mostrarla y servirla para deleite de curiosos. Ambos poetas,
introductores, entusiastas y practicantes del género aforístico, no
fingen, ni esconden su interés y admiración por el escritor
navarro, el gran capo y referente vivo del aforismo español al que
cuento entre mis predilectos.
Leer
a Ramón Eder es
apreciar su peculiar sensibilidad y su destreza verbal amable,
perfectamente afilada y divertida, que nos hace recalar en los
grandes maestros del género y en nuestra propia existencia,
sintiéndonos un poco más sabios e insignificantes.
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