La
literatura que transcurre por estos tiempos anda en un continuo
movimiento, difícil de parar. La instantánea de lo que hoy se
publica al respecto será inevitablemente distinta de la de los
próximos días, dada la cantidad de libros que promueve el mercado
editorial y la velocidad de mostrarlos en el mayor número de
escaparates posibles para sorpresa de sus futuros lectores, ávidos
de novedades.
Ante
este aluvión, nada produce más satisfacción al lector entusiasta
que dar con voces narrativas nuevas, distintas, capaces de apuntar
otras hechuras. Da gusto encontrarse con alguien que posee un mundo
propio y un fraseo convincentes, distintos del resto de los otros
narradores coetáneos, alguien con voz propia que se ocupe de mostrar
un universo literario lleno de sorpresas e interrogantes, que acuda
al rescate de una literatura que no juega a la doble moral ni a la
equidistancia, ni que nos trate inocentemente, como si el mundo fuese
mejor de lo que parece.
El
debut literario de Valeria Correa Fiz (Rosario,
Argentina) confirma estas premisas anteriores y viene a constatar que
los doce cuentos reunidos en La condición animal
(Páginas de Espuma, 2016), su primer libro, andaban como unos
huérfanos indefensos emplazados secretamente a un incierto
alumbramiento. En el apartado de agradecimientos, al final del libro,
revela la escritora que once de sus relatos estaban ocultos en sus
cajones y que vieron la luz gracias a una pregunta, que no sabemos
cuál, le hizo Clara Obligado,
hace tres años. Lo que sí corrobora esta confesión es que toda
obra se hace antes de escribirla, cuando es proyecto, y se empieza a
concretar cuando se convierte definitivamente en una necesidad de
sacarla adelante por parte del autor.
Es
poco probable que el lector que se adentre en estos relatos que
conforman La condición animal
salga de ellos sin raspaduras. Hay mucho estupor y, además, mucho
sufrimiento entre las historias que albergan sus páginas. También
trasluce la verdad de los pequeños hechos cotidianos de los que esta
verdad deriva. Las criaturas que transitan a la intemperie por cada
una de las piezas del libro andan expuestas al mundo hostil de los
adultos, a las incomprensiones, a los tropiezos de la vida, a las
turbaciones y sometimientos de sus prójimos, a la fragilidad de la
propia existencia y al anhelo de experimentar lo insospechado en
carne propia.
Doce
cuentos palpitantes e inmisericordes, recogidos en cuatro secciones:
Tierra,
Aire,
Fuego
y Agua,
en los que los elementos del planeta se mezclan con la incertidumbre,
el dolor, el amor y el miedo de sus habitantes ante el desenlace
impecable del destino, a veces cruel, y a veces necesario. En los
tres primeros relatos el instinto animal pondrá en jaque a sus
protagonistas: la venganza en Una
casa en las afueras, los
complejos y el acoso sufrido por un adolescente en La
vida interior de los probadores,
y la melancolía cruel del pasado de una gran guerra, a través de
unos emigrantes japoneses, en Las
invasiones, una pieza
hermosa y conmovedora.
En
la siguiente historia, Lo
que queda en el aire,
dos primos, un niño y una niña vivirán constreñidos la
experiencia insólita para ellos de la muerte de un gorrión al que
alimentaban con diligencia, mimo y amor. El quinto cuento es tan
hermético como angustioso, El
mensajero,
un microrrelato que clama piedad y liberación ante un accidente
repentino. Aún en
la intemperie
es una fábula triste de abandono, una cita con la muerte
impertinente.
“Nada
tiene más fuego que la ausencia”, dice José
Ángel Valente
en la cita que precede al relato Regreso
a Villard.
Luego vendrá el cuento más largo, emotivo e intenso de la
colección: Nostalgia
de la morgue
que es, quizá, el mejor relato del libro. En esta pieza sentimental
y cruda, el tedio no se da nunca por vencido, y menos, entre las
paredes de un hospital, donde todo se conjura contra el recuerdo.
Allí, Aldo y Esteban, afloran un hálito desesperado de posible
felicidad.
Decía
el escritor portugués Miguel
Torga
que “lo universal es lo local sin fronteras”. Y esto es algo que
ningún autor literariamente ambicioso debería olvidar nunca.
Valeria
lo sabe, por eso sus criaturas deambulan por lugares dispares para
sentirse más universales. La escritora argentina es consciente de
que escribir es siempre un camino para averiguar algo, un modo de
conocer los resortes que activan la conducta humana.
Estamos
de celebración ante un debut literario que dará mucho que hablar.
La condición animal
es un libro de relatos meritorio, una sorprendente epifanía
bendecida por el talento y la imaginación, todo un ejercicio lúdico
y sentimental por donde Valeria
Correa Fiz
se faja con destreza luciendo una prosa ágil y chispeante. El
lector, como recompensa, se sentirá creador de esa corriente
narrativa y copartícipe de las vidas frágiles que contiene, así
como testigo de los desafiantes destinos de sus inquilinos.
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