lunes, 22 de enero de 2018

Salmo a la vida

Todo lector tiene sus preferencias a la hora de elegir sus lecturas. Algunos nos fijamos mucho en el título del libro que tomamos entre manos o, también, en la alegría de descubrir a un nuevo autor. Nos atrae tanto lo insólito como la originalidad de la historia, al igual que el impacto de sus primeros párrafos, la belleza del lenguaje, la construcción de los personajes o, simplemente, el tema urdido por el escritor. Es frecuente que no haya solo un factor que determine si un libro nos va a encandilar o no, sino la suma de varios.

Tengo que admitir que siento especial predilección por la temática y atmósfera que impregnan los libros que describen la vida de aquella gente que sobrevivió, a duras penas, a los malditos campos de concentración que proliferaron en Europa durante el siglo XX. Esa imbatible voluntad de vivir, de luchar frente a la adversidad más impensable y cruel, quizá, sea otro de los acicates a añadir a ese tipo de preferencias que, raramente, pasa desapercibida a cualquier conciencia lectora sensible y contraria a toda barbarie.

Cuando uno termina de leer un testimonio tan veraz, duro y conmovedor, pero, a la vez, tan esperanzador y lleno de vida como este libro de Cuatro mendrugos de pan (Periférica, 2017), de Magda Hollander-Lafon (Záhony, Hungría, 1927), traducido por Laura Salas Rodríguez, el resultado es que el horror de lo vivido por su protagonista, su espíritu de supervivencia y el desafío a que tuvo que enfrentarse en los campos de la muerte conmocionan tanto, que uno no deja de preguntarse a sí mismo si la maldad humana es capaz de llegar a tanto, como tampoco deja de admirar la fuerza de quien es capaz de sobrevivir tan desvalido y maltrecho, sujeto solo a un mínimo hilo de esperanza, para salir con vida de aquellos lugares de espanto y después poder contarlo.

La autora, hija de judíos, nacida en una pequeña población húngara, fue apresada con apenas dieciséis años y conducida a Auschwitz en 1944 junto a su madre y a su hermana. Posteriormente, hasta su liberación, que no llegó hasta haber transcurrido año y medio de infierno, fue trasladada y confinada a otros centros. Toda su familia, como la inmensa mayoría de los judíos que pasaron por aquellos campos de la muerte, quedaron exterminados en vida.

Hollander-Lafon acude a su memoria para contarnos episodios de aquel desvalido itinerario de muerte suyo sin apenas esperanza en el que todo el mundo se aferraba a la vida; todos, sin importar la edad ni la salud, hasta el último segundo, pusieron su aliento para seguir vivos. Auschwitz, Birkenau y el resto de aquellos siniestros recintos eran lugares de exterminio en los que cada uno de sus reclusos se aferraron a la vida como clavos. En la primera parte del libro, que da título a la obra, se encuentra lo más valioso del texto, lo más descarnado, descriptivo y conmovedor. De las tinieblas a la alegría, la segunda parte, le sirve como subtítulo y énfasis a lo que vino después, tras su conversión al catolicismo, un sentido manifiesto sobre la esperanza y la paz interior que había alcanzado. Al libro se añaden unas notas históricas muy interesantes y reveladoras sobre la vida y trayectoria de Magda desde su adolescencia hasta la actualidad, escritas por Nathalie Caillibot y Régis Cadiet.

Dice la autora, en una entrevista, que siempre fue rebelde y que nunca dejó de tener esperanzas, porque, para ella, cuando odias la injusticia significa que estás vivo, tanto como cuando sufres o como cuando amas. Solo en ese anhelo de hacer sitio a la vida puso su empeño, y en ese instinto de supervivencia albergó la posibilidad de superar el miedo a la muerte, mirando al futuro y a la pronta liberación de su cautiverio.

En Cuatro mendrugos de pan el sentimiento trágico de la vida está presente dentro de la voz que habla, tan contundente, tan serena y llena de gratitud, a pesar de la infame experiencia soportada. Este libro nos muestra la hiriente realidad histórica de un pasado terrible, desde la memoria de una mujer irreductible ante la adversidad, narrado sin ambages, con la sencillez y la garra de quien siente haber ganado la partida a la muerte y a sus verdugos.

La vida de Magda Hollander-Lafon se paralizó en el brote de su juventud. En Auschwitz, confusa y asustada por lo invivible del sitio, una kapo inmisericorde le mostraba la columna de humo como respuesta a las preguntas sobre el paradero de su familia. Y aunque la experiencia vivida fue indecible en toda la extensión de su dolor, las palabras volcadas en este relato fragmentario y confesional suyo queman y, a la vez, proclaman el verdadero sentido de la lucha por la vida a la que se vio enfrentada gente que no sucumbió, como ella, en aquellas amargas circunstancias ante la humillación y la desmoralización posterior que condujeron a muchos de ellos al naufragio espiritual, como ya dejó escrito Primo Levi.

En Birkenau, una moribunda le entregó cuatro mendrugos de pan mohoso para aliviar su desmayo y para que contara al mundo lo que allí sucedía. Todo un salmo a la vida, una liberación interior, una mirada de esperanza.


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