viernes, 19 de julio de 2019

A la escucha de uno mismo


El ruido que nos rodea puede parecernos en muchas ocasiones el emblema de lo que pasa a nuestro alrededor. El ruido reside en el contexto de lo humano. Hoy por hoy el ruido ambiente es cada vez más impertinente. Se extiende con voracidad insaciable. Hacerse oír y escuchar algo con sentido es cada vez más difícil, casi imposible. Montaigne decía que el estruendo que hacen los planetas al girar y desplazarse por el espacio es inmenso, pero que no nos percatamos porque estamos acostumbrados a él. Lo mismo ocurre cuando llevamos mucho tiempo al volante del coche, que dejamos de oír el motor. Quizá el silencio sea tan solo eso, un ruido al que nos hemos habituado.

Son muchos los poetas, pensadores y filósofos que han abordado, unos en sus versos, otros en sus teorías e ideas, la importancia que puede llegar a tener el sonido o su ausencia. “El silencio recatado es el refugio de la cordura”, decía Gracián en su Oráculo manual. Ante tanto ruido reinante en la calle y en las casas, la palabra articulada pugna por hacerse oír. La comunicación está amenazada de asfixia, nos viene a decir Daniel Gamper, en su ensayo Las mejores palabras (2019), “pues carece de su oxígeno, el silencio, sin el cual no es posible la combustión”. En estas circunstancias en las que la palabra circula en medio del ruido reinante, reparar en ello, escuchar y guardar silencio se convierten en un acto de resistencia activa.

El verdadero interés del silencio está en su constatación real o imaginaria, sostiene el historiador Alain Corbin (Lonlay-lʼAbbaye, 1936), profesor de la Sorbona, y se vale para sostenerlo en su estudio, que ahora se edita en nuestro país, en el que acomete este paradigma a través de la obra de artistas, escritores y filósofos que postularon el valor del recogimiento y el silencio a lo largo de la historia. Gente relacionada con sus propios silencios y su vida interior como si se tratara de hacerlo con sus propias manos, modelando la palabra y despojándola de ruidos, como aconsejaba Valéry, “para escuchar lo que se oye cuando nada se hace oír”.

Historia del silencio (Acantilado, 2019) es un libro comedido en su extensión, pero que dice mucho en su brevedad, un texto que se adentra en esa búsqueda y en esa relación que mantuvieron muchos de estos intelectuales con el silencio a través de su particular visión de estar consigo mismo, con sus pequeños secretos y sentimientos. Para cada uno de ellos, la habitación es, por antonomasia, ese lugar propicio e íntimo donde recobrar el silencio. “Toda estancia es como un vasto secreto”, subraya Claudel. Dice Corbin que otros muchos autores, como Whitman, Rilke, Proust o Kafka analizaron con detenimiento y esmero las raíces de “este deseo banal del silencio en la propia habitación”. Muchas veces ese refugio fue para ellos algo curativo y esperanzador, el bálsamo indispensable para acallar las propias emociones producidas por los ruidos familiares.

Corbin muestra cómo, desde una extensa indagación de escritos y autores de la segunda mitad del siglo XIX, el ruido de las grandes aglomeraciones urbanas, como París o Londres, se alió con el progreso hasta lograr que estas urbes fueran sucumbiendo a su poder y, por consiguiente, los decibelios de sus calles alcanzaron umbrales de gran perjuicio social. Posteriormente, la sociedad occidental ha ido virando a una reglamentación cada vez más estricta para mitigar los excesos del ruido. Con el tiempo el silencio se ha reivindicado como un valor importante, se ha convertido en un bien escaso y un objetivo para procurar un lugar íntimo en el interior de uno mismo en el que encontrar descanso y recogimiento. Los silencios de la naturaleza están presentes para disipar este desvarío urbano. Así pues, el ensayista francés acude a Thoreau para evocar los beneficios del silencio: “Sólo el silencio es digno de ser oído”. En el siglo XX, nos dice Corbin, Proust vuelve su texto al abrigo del silencio, a su exaltación, como también lo hacen Flaubert o Chateaubriand en sus descripciones de paseos solitarios y silenciosos.

En esa búsqueda múltiple del silencio, tan antigua y universal, Corbin entra también a desvelar la importancia espiritual del silencio al examinar a otros autores consagrados a la meditación, como San Juan de la Cruz o San Ignacio de Loyola. Para ellos y otros muchos que siguieron sus pasos, el retiro silencioso es la condición necesaria para que la plegaria trascienda del alma. A este respecto, el autor del libro toma en consideración la declaración de Margaret Parry: “Si queremos alcanzar una vida auténtica, es indispensable fundar un monasterio del silencio en nosotros mismos”. Y así, más adelante, toma también las palabras del dramaturgo belga Maurice Maeterlinck para hacer hincapié en la fascinación proveniente del silencio: “en cuanto tenemos realmente algo que decirnos, estamos obligados a callarnos”.

No acabaríamos nunca de citar a todos los autores que por estas páginas hablan y despliegan su atención sobre el silencio, señala Corbin en la última parte del libro, cuya escritura y pensamiento no dejan de alumbrar lo provechoso que produce aprovecharse de sus beneficios y sus diferentes modulaciones.

Uno, como lector, nunca regala su atención a un libro de forma gratuita. Lo hace cargado de esperanzas, con la idea de recolectar su fruto. Historia del silencio, bajo la traducción cuidada de Jordi Bayod, es un texto motivador, jugoso y ameno, un libro cuyo resultado final es de un regocijo indisimulable que nos permite escucharnos a nosotros mismos, y eso es una recompensa que bien merece la pena.


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