El
resultado que me ha producido la lectura de El héroe discreto,
de Vargas-Llosa, ha sido el de un pasatiempo discreto y una
decepción mayúscula. Ya con su anterior novela, El sueño del
celta, tuve un encontronazo gordo, y lo que la editorial
calificaba de novela mayor, para mi fue la desventura de haber leído
una novela malograda, aunque ambiciosa. Yo me pregunto si el Nobel
peruano sigue gustando por lo que escribe o, más bien, por lo que
escribió. El escritor de sus brillantes inicios no aparece en esta
ocasión, como tampoco lo hace en sus últimos libros. Y esto no
quiere decir que El héroe discreto (Editorial
Alfaguara,
2013) no sea una novela hija de la maestría de un coloso que
domina la construcción narrativa como nadie y despliega un lenguaje
de orfebrería como pocos. Pero los que fuimos atrapados por la
impronta juvenil de La ciudad y los perros y después
absorbidos por la memorable Conversación en la catedral
hasta conmovernos con La fiesta del chivo, que hizo
historia, no queremos ser cómplices
de una narrativa que transcure por el sendero del entretenimiento,
más que por el de la excelencia.
Centrándonos
en El héroe discreto,
el novelista acude al mundo de lo cotidiano para extraer unos
personajes que se baten en la lucha diaria de sus vidas y mostrarnos
que el heroismo surge, más allá de los grandes momentos del pasado
y de combates gloriosos, de la propia conciencia del ser humano que
se resiste a la adversidad con dignidad. Un tema jugoso que en manos
de un maestro consagrado como Vargas-Llosa
debería alcanzar la gloria. Eso es lo que mi subconsciente intuía
en los inicios de la historia, ávido de asistir a un aquelarre
literario más que, a la postre, ser un espectador de un ejercicio
puro de onanismo.
La
propuesta del autor de Los cachorros
es una historia ambientada en el Perú contemporáneo, a través de
una estructura en dos planos narrativos que se van alternando en
capítulos sucesivos, hasta que convergen al final por medio de una
trama de corte costumbrista y trasfondo policiaco. El primero de sus
protagonistas, Felícito Yanaqué es un empresario del transporte, un
hombre recto, hecho a sí mismo que lucha denodadamente por no
sucumbir al chantaje a que se ve sometido. El segundo de los
protagonistas de la historia lo representa Rigoberto, un personaje
familiar para los lectores de El elogio de la madrasta
y Los cuadernos de don Rigoberto,
que anda pendiente de su jubilación de gerente de la empresa de
seguros, cuyo propietario octogenario, Ismael Carrera, jefe y amigo,
le pide que sea testigo de su boda: una solicitud que le acarreará
serios problemas. El relato transita por el pasado y presente de cada
personaje, aliñado con detalles de la vida cotidiana en Lima y
Piura, que son los dos enclaves donde se desarrolla la acción.
El
héroe discreto presume de
perfección técnica, eso es indiscutible, con un léxico preciso,
una sintaxis impecable y unos diálogos vivísimos, investidos de
gracia cervantina. La novela rehuye de episodios épicos porque la
intencionalidad del autor, como dije anteriormente, es elevar lo
cotidiano a lo diferente y excepcional por medio del arrojo de la
gente común y anónima. Sin embargo, es difícil esperar de
Vargas-Llosa
una novela que alcance la cima de sus obras maestras, porque aquí,
en esta nueva entrega, lo que ofrece es sencillamente un
divertimento, sin más pretensiones y con final feliz, para sus
incondicionales.
Desde
luego para los que admiramos la obra de uno de los grandes de la
literatura universal, lo que ofrece El héroe discreto
es una realidad y una evidencia bien distinta a la que nos tiene
acostumbrado el insigne escritor sudamericano. Los fundamentos de la
gran literarura que Vargas-Llosa
lleva por bandera, se echa en falta en esta novela tan discreta y
banal que deseamos no derive en una rendición de este mago de las
letras.
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