Manuel Díaz Soto
Cuando, tras una crítica
positiva, se compra una novela y gusta, uno agradece haber sido bien orientado,
se siente reconfortado ante una buena inversión de tiempo y por qué no, económica.
Pues bien, en
el caso de esta novela corta, decidí
adquirirla sin el menor influjo crítico, si
exceptuamos la reseña de la solapa y me he sentido gratamente sorprendido. Con carácter
retroactivo me he entretenido en obtener mayor información sobre el
autor y observo que mi elección a ciegas ha sido una apuesta a ganador.
Jean Paul
Didierlaurent, autor
francés nacido en
1962, con esta su primera novela, ha conseguido triunfar tanto en ventas como
en crítica, algo no
muy habitual. Aunque ya obtuvo dos premios Hemingway de
relatos, puede decirse que ha sido con esta sorprendente novela corta cuando ha
dado un salto cualitativo en su carrera. El lector, al concluirla, queda con la
sensación de haber
saboreado una copa de buen vino.
El
protagonista de El lector del tren de las 6.27 (Seix Barral,
2015) es una persona normal, con una carga-retruécano en su nombre y apellido, lector
apasionado, paradójicamente es el encargado de poner en marcha y limpiar una infernal máquina
destructora de libros (La Cosa); las escasas páginas que
escapan a la masacre destructora son atesoradas y leídas en voz
alta por el protagonista a los pasajeros del tren de cercanías que toma a
diario para acudir a su trabajo. La obra se acelera con el hallazgo casual de
un pendrive que incluye un particular diario escrito por una mujer desconocida
durante su poco atractiva jornada laboral y cuyas reflexiones serán
incorporadas por el protagonista en su performance del
tren.
Son pocos los
“actores
secundarios”
que aparecen, pero todos ellos con una impronta
especial que los hace importantes. Entre ellos, un jefe despreciable, un
vigilante que declama alejandrinos, un antiguo compañero de
trabajo que intenta recuperar de un modo sui generis sus piernas
trituradas por la máquina tragalibros, un pez rojo, dos hermanas octogenarias admiradoras del lector
del tren y como estrella invitada, Julie, la propietaria del pendrive perdido y que, por sí
sola, merecería una novela independiente.
Si
debemos citar algún elemento
discordante, ajeno al traductor, citamos la dificultad de trasladar el retruécano que supone nombre y apellido al lector
castellano. Y si acaso, y esto es una apreciación
puramente personal y discutible, el título
del libro es demasiado explícito
y puede restar algo de sorpresa.
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