Podría
decirse que mi relación lectora con Soledad
Puértolas
(Zaragoza, 1947) ha sido intermitente a lo largo del tiempo. Mi
primera incursión en su obra literaria corresponde a la novela Queda
la noche,
galardonada con el Premio Planeta de 1989. Después de unos años me
sumergí en otra, de título largo y sugerente: Si
al atardecer llegara el mensajero
(Anagrama, 1995), donde la fugacidad de la vida y la amenaza
imprevisible de la muerte son temas abordados como pretexto para
acometer los problemas irresolubles que acarrean la existencia de
cualquiera. Con La señora Berg
(Anagrama, 1999), un relato espléndido e insinuante sobre el amor,
la familia y los desencuentros de la vida, la académica de la R.A.E.
alcanza su madurez literaria. Y luego, en 2012, me animé con otro de
sus libros, publicado en el mismo sello editorial que los anteriores,
Mi amor en vano,
una historia que ahonda en la atracción y la pasión entre seres
humanos, y todo aquello que se anhela para buscarle un sentido a
nuestra existencia. En estos cuatro libros se concentra mi recorrido
personal por el universo literario de la autora zaragozana. Hasta la
fecha, no me había acercado a la estancia de sus relatos y cuentos,
un género por donde Puértolas
se ha embarcado alternándolo con la novela.
No he podido resistirme a leer lo último de su cosecha cuentística,
una oportunidad para adentrarme en ese terreno literario que tanto me
entusiasma y que con tanto apasionamiento me sumerjo cuando un libro
de este género cae en mis manos, sobre todo si el autor es de mi
interés.
El fin
(Anagrama, 2015) es un conjunto de trece relatos que recoge el
espíritu oscilante del tiempo y de los sentimientos, ese que
conlleva el vivir con la impresión de que todo tiene un punto final.
Muchas de las historias reunidas en esta colección de cuentos
evidencian las inquietudes de sus personajes, hombres y mujeres que
desconocen sus destinos y tampoco tienen claro las consecuencias
inciertas de seguir vivos. En los relatos breves de la escritora
aragonesa se percibe la influencia de Chéjov,
no solo por el tono distante del narrador y esa forma compasiva, sin
apenas emoción por parte de los personajes, que con tan particular
destreza narraba el maestro ruso, sino que también en nuestra
compatriota aparece siempre la losa del paso del tiempo cargando
sobre las espaldas de sus personajes.
Aunque
Puértolas
no establece marcas temporales a la hora de elaborar sus cuentos,
muchas de sus historias se desarrollan en un pasado inmediato. En
estos relatos, la dificultad que presentan los diferentes
protagonistas, que deambulan por sus páginas para manifestarse con
sus emociones a flor de piel, tienen unos finales que parecen
inconclusos, una opción literaria que parece transmitir la idea de
que no se cierran de forma definitiva, que, a la postre, es como
abrir un canal de consuelo al lector para que sea él quien los
concluya.
El fin
aglutina un número suficiente de historias en las que están muy
presentes esa percepción inexorable del paso del tiempo, mezclado
con esas experiencias ondulantes e imprevisibles de la vida. Y así,
por ejemplo, en el primero de ellos, Películas,
todo transcurre en apenas unas horas de un domingo cualquiera y, en
ese intervalo, un hombre aguarda un suceso que, para sorpresa del
mismo, no llegará a ocurrir. En Lord
se muestran las antipatías que se intercambian los perros de una
pareja, algo que comienza a desestabilizar la relación de sus
dueños. En Las
tres Gracias,
en cambio, hay un alumbramiento temprano de la sexualidad de una
adolescente a través de esta alegoría pictórica de Rubens.
Y para cerrar, en El
fin,
título del último cuento que da nombre al libro, Puértolas
cuenta y reincide en la temporalidad por boca de una anciana, y para
ello se vale de una conversación telefónica que esta mujer mayor
mantiene con su hijo en la que le relata un incidente desagradable
protagonizado por ella misma.
La sensación final de la lectura de estos cuentos me sugiere que son
historias escritas con pulcritud, sutileza y corrección, pero que no
llegan a turbarnos, no tiran ese pellizco emocional que conmueva al
lector, ni tampoco le pillen por sorpresa, y eso que en todos ellos se
percibe un trasfondo de algo distinto a lo que se evidencia.
El fin no es un libro malogrado de la académica, pero no se encuentra entre lo mejor de su producción literaria, una anomalía que no desmerece a sus anteriores libros, notoriamente mejores que este. [Reseña núm. 233]
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