Hace
bastantes años conocí la existencia de Rubem Fonseca.
Ocurrió en un viaje sorpresa que hice con un amigo a Brasil y
Paraguay. Este escritor brasileño, profundamente provocador,
planteaba lo siguiente: ¿qué hace falta para convertirse en
escritor? Cuatro cosas, dijo. Y las fue explicando: primero, saber
leer, y entender y comprender lo que se lee; segundo, ser una persona
atenta, estar motivado; tercera condición necesaria, paciencia,
acumular mucha paciencia (se refería a los diez años que tardó
Juan Rulfo en
escribir Pedro Páramo),
y por último, imaginación. Hay otra actitud necesaria para
escribir, añadía, el coraje, el valor, la bravura.
Podría
decir, haciendo acopio de este recuerdo inolvidable, que Los
desayunos del Café Borenes
(Galaxia Gutenberg, 2015) de Luis Mateo Díez
(Villablino, León, 1942) merodea y profundiza en gran medida sobre
esa misma materia aludida por Fonseca,
pero aquí se incorpora al debate la otra parte, quizá la más
importante de la literatura, la presencia activa del lector. Díez
viene a contarnos, sin ánimo académico, que la verdadera fuerza y
palanca que tiene el escritor para conquistar el alma del incauto que
se aproxime a leer su obra radica en el poder de la imaginación
(igual que subrayaba el autor sudamericano). Para él, además, un
buen libro de ficción es siempre la historia de unos desconocidos
que acaparan, primero la curiosidad y, paulatinamente, la atención
del lector. En definitiva le corresponde a este último dictaminar si
lo que cayó en sus manos mereció la pena.
Los
dos textos reunidos en este pequeño volumen conforman una reflexión
sincera y cabal sobre la creación literaria y sus vericuetos. En el
primero de ellos, que da nombre a la obra y al que su autor califica
de “opúsculo”, nos presenta a unos tertulianos que se reúnen en
torno a un café, bajo la intempestiva presencia de Ángel
Ganizo, protagonista
y alma mater
de esa cofradía literaria, un novelista experimentado que anda
sumido en una crisis artística. Este hecho le permite alejarse de
otros cafés profesionales y encontrarse en el Café
Borenes con sus amigos,
a los que llama cariñosamente, “cofrades de la divagación”. El
segundo texto, que lleva por nombre Un
callejón de gente desconocida
y Mateo Díez acota
como “recuento”, invita al lector a reflexionar sobre el
engranaje de la ficción, sobre el impulso de escribir y sus
obsesiones, así como los entresijos de dicha tarea, sin olvidarse de
la épica propia que toda creación narrativa conforma.
Ambas
partes resumen toda la poética narrativa concebida por el veterano
escritor leonés. En ellas, Díez
muestra su laboratorio creativo, esos tubos de ensayo donde
experimentar sus ficciones y verter la fórmula de su estilo y de su
universo literario. La literatura, según su perspectiva, es una
fiesta y un laboratorio de lo posible, una manera de construir una
historia desde lo desconocido, con los utensilios de la imaginación
y las palabras, hasta irrumpir en la lectura. No hay escritor que no
sea lector –sentencia–, por eso el camino de la escritura, más
allá de la valía y de la necesidad vocacional de quien la ejerce,
arranca en la lectura, y en ese territorio, lo imaginario se
desborda. El lector hace suya la historia, sustituye al creador y se
erige en otro arquetipo que vive y experimenta la aventura escrita.
La
escritura es una de las experiencias más intensas que uno puede
vivir, como cuenta Mateo Díez,
una experiencia como pocas, apasionada y obsesiva, que se asemeja a
los logros y tropiezos de la propia existencia. Sin duda, Los
desayunos del Café Borenes
es un libro exigente, como la vida misma, que no se complace con
mucho de lo que se ofrece en los escaparates de las librerías, y que
impulsa al lector a ser comprensivo, pero no piadoso con lo que lee.
Luis Mateo Díez
confirma su maestría con este nuevo libro, un texto lúcido y
hermoso que no oculta cierta melancolía, espejo de la situación por
la que atraviesa el género novelístico en estos tiempos, una obra
entre la ficción y el ensayo donde hay claves reveladoras para
entender las convicciones literarias y la manera de interpretar la
novela de su autor, todo un diagnóstico comprometido con el género
y sus avatares, razones más que suficientes para celebrarlo y
convertirse en sus lectores plenos.
Primero
me lo prestó un amigo, después me lo compré para tenerlo y
volverlo a leer. Los desayunos del Café Borenes
tuvo esa trayectoria personal de retorno, un regusto excepcional e
íntimo que solo otorga la relectura de un buen libro.
[Reseña
núm. 247]