Por eso mismo, vuelvo confabulado a Emma Prieto, escritora que hace unos años me dejó perplejo con su libro de relatos Mecánica terrestre (2021), cuentos breves e intensos que me hablaron con palabras sencillas, pero hondas, sobre el reverso de la vida y la complicada suerte de compartir destino con los demás y con las cosas del mundo. Vuelvo, como digo, a una manera de escribir que, aparte de la invención, por debajo de lo que cuenta, hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha, como diría Úrsula K. Le Guin. En esa tarea se afana su escritura, impulsando ese ritmo para poner en marcha la memoria y la imaginación hasta encontrar su decir. En Días de luces y cactus (Eolas, 2024), su nuevo libro de relatos, comparte esa misma aspiración y dinámica, poniendo su enfoque en historias que transitan entre lo introspectivo y el mundo exterior, entre lo cotidiano y lo singular, con ese toque lírico tan característico suyo, pero que huye de cualquier estridencia.
Cada pieza posee su trayectoria narrativa, su forma de entendérselas con el lector, pero su fraseo, sus palabras siguen un ritmo subyugante común que armoniza el conjunto. Estos Días de luces y cactus conforman un buen puñado de historias que tratan de un sinfín de situaciones, cada una con su entresijo particular. En Islas a punto de hundirse, el primero de sus relatos, nos encontramos con la historia conmovedora y desasosegaste ante una niña de trece años que sale de su casa en busca de una aventura incierta con un hombre mayor; es también la historia de unos padres hundidos con su desaparición que buscan agarres ante la adversidad que les sobrevino: “Cada uno mastica su dolor”, por separado. En el siguiente, bajo el título de La fragilidad de las metáforas, somos testigos de la fragilidad de las parejas: “el amor flirtea con el abandono”, nos dice el narrador. Aficionarse a los cactus no es una solución en ese desierto sentimental que aquí se cuenta, pero tal vez un empeño de compañía y de afinidad.
Ternura y crueldad alternan en la mayoría de estos relatos, como la vida misma, a veces iluminan y otras pinchan hasta herir, como nos deja ver la narradora de El lento fluir de la sangre, que pasa por un momento inestable y extraño. Lo pasa mal lo mismo cuando tiene que definir algo como cuando tiene que sacarse sangre. Siente que todo se repite: el mundo, la vida y los días. Siente que “todos somos peregrinos en busca de consuelo”. En otro cuento, una mujer escribe recordando su niñez cuando jugaba con su hermano con los soldados. “Dónde encontrar los descampados de la infancia?, se preguntaba Agota Kristof, citada en el epígrafe del relato. Escribe, sobre todo, porque para ella es una forma de resistir. Escribe sabiendo que dudar forma parte del proceso de escritura, de poner el punto final de lo que se quiere contar. El relato que continúa, Brad, pone en entredicho lo difícil que es saber que lo que le ocurre a alguien, aunque sea una estafa, no proviene de una necesidad de sentirse tenido en cuenta.
A lo largo de los diecisiete relatos la invención y la realidad se entremeten y comparten epifanías y quehaceres, como la de una madre que supervisa el relato que su hijo tiene de tarea escolar, o la de las consecuencias de un accidente doméstico en una mujer que hace que bajo un casco protector discurra su mundo. En Maneras de quedarse, una educadora social de esos barrios marginales de miseria y droga nos cuenta la vida torcida de un joven y su fatal desenlace. Evoca su figura para ensalzar lo importante que es poner música al desgarro de la propia vida. Hay lugar también para aproximarnos a un relato fantástico cuyo protagonista es el mar. El mar, que todo lo invade se hace presente como génesis de todo, de la vida y de su suerte. Hay cabida, igualmente, para dar protagonismo a un repartidor a domicilio y encontrar consuelo en compañía de una langosta, como también resquicio para unos sopladores de hojas, en uno de los relatos más tremendo, perverso y vengativo, como es el de La generosidad necesaria, con su sentencioso final: “No deja de ser un consuelo que al menos al final existiera un poco de brillo en algún lado”.
No me olvido de Criaturas marinas, un microrrelato lírico que toca el alma del narrador que lee de soslayo en el asiento del vagón lo que escribe en el móvil aquella mujer, mejor dicho, aquella sirena mientras viaja en el metro. Ni tampoco me olvido de Geometría de hospital, una pieza emotiva en la que tropezamos con una cuidadora que encuentra un móvil abandonado en el pasillo de una planta del hospital y del que se vale para comunicarse con diferentes personas del planeta. Estas llamadas tienen una repercusión favorable en la salud del enfermo al que presta sus cuidados. Llegamos a Zona de expurgo, el último de los relatos del libro, un cuento diferente al resto, un relato patchwork, dice la narradora, que no es otra cosa que voces que se alzan. Quizá, el texto más filosófico y enigmático de todos, donde la creación literaria se funde con lo leído, con el latido e impulso de escribir.
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