En Una historial particular (Alfaguara, 2024), Manuel Vicent (Vilavella, Castellón, 1936) acomete un relato autobiográfico, que es también un retrato de toda una generación, una crónica implícita del siglo XX, en la que se constata que estamos hechos de recuerdos y de silencios, de experiencia y memoria. La prosa de la vida está aquí impregnada de historias propias, a través de una mirada perspicaz, evocadora y genuina de un autor de semántica tallada como es su escritura, en línea estilística con Azorín, su escritor predilecto. Para Vicent, la memoria no mira hacia atrás ni hacia adelante; mira simplemente al tiempo. La memoria de la que está hecha este libro no pretende repetir lo vivido, sino interpretarlo, interpelarlo. Deja ver que, quizá, lo que aquí va a encontrar el lector es que quien recuerda no debe olvidar que está interpretando su legado, que se está interpretando a sí mismo.
Ya en el prólogo deja dicho que solo le gusta contar lo que ha visto, lo que ha conocido y los sucesos que ha presenciado: “Pero, sin duda, a la hora de escribir lo más inquietante es lo que uno tenía sumergido en la memoria, tal vez en el inconsciente”. Es eso lo que le seduce, lo que esconde la memoria y no salta a la vista, pendiente de desvelar: “Cada historia particular –escribe– está compuesta por un millón de nudos a merced del azar”. El escritor sabe que el pasado está abierto y desde ese pasado que no está clausurado nos habla de su infancia, juventud y madurez, de lo importante que para él han sido siempre los libros, como así deja dicho: “Hace ya mucho tiempo que tuve conciencia de que leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir”. Tampoco se olvida del cine. Su afición al séptimo arte, confiesa, siempre nutrió su imaginación.
Su actitud literaria queda explícita en el libro, y no es otra que fijarse en los detalles y abordarlos de forma evocadora, sin tratar de discernir lo auténtico de lo ficticio, valiéndose de una prosa sencilla y diáfana. Vicent, tanto en las columnas que escribe en El País, como en su libros, se decanta por la fuerza vital de su estilo, provisto de esa inteligencia e intuición afilada de mirar tan suya, y no solo sobre lo que está pasando ahora mismo, sino que mira un poco escéptico hacia dentro, hacia lo que pasa cuando la gente no ve lo que está pasando, sin tener que abandonar esa ironía que tan bien domina. Ahora toca contar aquí qué fue su vida, sus trasiegos y avatares, sus buenos momentos y sus decepciones humanas y políticas, sus muchas lecturas, desde Baroja a su celebrado Azorín, desde Sartre a Grahan Greene, Ortega y Gasset, Camus o a lectura de Joyce a trompicones, acompañado de vinilos de música de jazz.
Sobre sus influencias, podríamos atenernos a lo que decía Azorín sobre la particularidad de las influencias literarias: «¿Quién podrá conocer y explicar todas las influencias que obran sobre el escritor? Influye el escritor en el escritor; influyen las obras en las obras; influyen las cosas». Vicent nos acerca a sus lecturas memorables, a su mundo libresco para que el lector repare en sus gustos y descubra a los autores clásicos que desde su juventud más emociones literarias le inculcaron: Montaigne, Dostoievski, Tolstoi, Flaubert, Virgilio, Dante, Borges, sin olvidarse de Azorín. Para el escritor castellonense, la escritura es voluntad y es imaginación. Por eso mismo, entiende que la memoria es una invención permanente.
En verdad, no hay placer más gratificante e inmenso para un lector que acometer una obra bien concebida, abordada desde la honestidad y escrita con total solvencia. En Una historia particular fisgoneamos tras la puerta del alma de un hombre que a la altura de su edad pone en valor sus vivencias, con pasajes novelados de su vida, de sus perros y de sus coches, unidos al lance de su oficio de escritor, sin nostalgia, tan solo con una cierta melancolía, con la voluntad de resaltar aquello que dice Annie Ernaux: «La memoria es un proceso en curso de escritura».
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