Todos estos atisbos y convicciones conforman el trasunto de los dieciocho relatos de Las iras (Galaxia Gutenberg, 2025), un volumen en el que sus personajes femeninos, niñas y jóvenes, son seres atrapados en busca de una libertad acuciada por la conciencia abrumada de cargar con un horrible secreto y una culpa insondable. Pero aquí el extrañamiento de sus criaturas también se manifiesta a través de ese mundo turbador que las atrapa. Lo importante para la escritora es reflejar la inquietud, su ritmo y ambigüedad, y las circunstancias difíciles por las que atraviesan sus personajes. Porque de lo que se trata es de la supervivencia de cada uno de ellos, de ponerle voz a personas atrapadas en una existencia inquietante, y de permitirle modular sus miedos y sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias, buscando zafarse de ellos, como así refleja en el primero de los relatos su protagonista: “Intento repetirme que no hay de qué preocuparse, que lo que sucede ahora no es lo que va a suceder siempre, pero no me resulta fácil estar aquí”.
Estos cuentos de Adón proponen, además, una mirada distante de la realidad, porque no todo lo que ocurre alrededor de la vida visible de sus personajes es visible, ni está presente, ni acaso se explique con la única ayuda del sentido común. En Las iras están palpables los temas que tienen prioridad en su universo literario. Me refiero al aislamiento, a lo singular y, desde luego, a lo espiritual por encima de lo corporal o físico, sin olvidarse de que sus personajes andan inmersos en la naturaleza, más allá del mero jardín hogareño. La inquietud no se aparta en la forma de cómo está conformada cada historia, en concordancia con la propia edad de sus protagonistas, seres nada conformistas que aspiran a ser únicos y que, a su vez, anhelan ser queridos y aceptados: “Todos necesitamos pensar que los demás nos quieren, que nos miran con los ojos del cariño”, como sostiene la narradora del relato Empieza dulce mundo.
En la misma medida, se esconde, igualmente, la conflictividad existencial de quienes transitan por estas historias, así como de la incertidumbre y el miedo inquietante que habilita su presencia. Todo este encomio perdura a lo largo del libro en las diferentes historias que van surgiendo. Nada queda indiferente, más bien inalcanzable, de difícil aprehensión en muchos casos, haciendo hincapié en la mirada curiosa y ávida tan propia del alma femenina, como deja ver las palabras de la narradora de Roca blanca, fondo azul: “Lo primero que hace una mujer cuando llega a una tierra que es suya pero no lo ha sido hasta entonces es medirla... Hacerla suya con la certeza de que lo será para siempre... Aunque la abandone... Y no porque sea una idealista o una arrogante, sino porque es necesario. Lo hace para conocerla y asimilarla”.
Se nos antoja afirmar que el territorio literario es un campo de transformaciones, un laboratorio desde donde la realidad se configura en moldes de misterio, de conciencia y de lenguaje. El agente capaz de llevar a cabo estas transformaciones es la palabra, el orden de su disposición y, desde luego, su inventiva. Y en esa voluntad se conjura todo el discurrir de estos cuentos de Pilar Adón, una escritora que cuenta con una imaginación sutil conformada de tiempo e inventivas. La intervención del tiempo no es gratuita, la hace necesaria y fundamental. El tiempo es el motor que vuelve operativo al mito de sus relatos, el que contribuye a resaltar y reinventar su misterio. Es la dimensión que apela a contar la realidad del mundo de quienes las llevan a cabo, sus rarezas y sus abismos.
En suma, diría que los encierros y redenciones que andan sueltos en este estupendo libro, de mucho tono lírico y atmósfera hipnótica, se sitúan en un contexto con aire de extrañamiento, un mundo inquietante en el que sus protagonistas entran en conflicto con la exigencia de vivir, más con ellos mismos que con los demás, todos en busca de consuelo y de una una subsistencia libre de ataduras.
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