lunes, 9 de noviembre de 2020

La realidad y sus anomalías

“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”, escribe Susan Sontag en su luminoso ensayo La enfermedad y sus metáforas.

Dicen los síntomas (Tusquets, 2020), Premio Tusquets de Novela y tercera novela de Bárbara Blasco (Valencia, 1972) es una historia en la que todo lo que sucede está delimitado por la habitación de un hospital en donde la enfermedad, los sentimientos y el malestar interior compiten al mismo tiempo. Estamos ante un relato nacido desde las entrañas de la literatura, que se adentra en esas inestables coordenadas emocionales y físicas a las que alude la escritora neoyorquina referidas a la salud y a la enfermedad como doble ciudadanía. Hay también ecos literarios que apuntan en la dirección de Virginia Woolf, aproximándose a esa misma hondura a la que la novelista británica descendía para hablarnos de la enfermedad y sus síntomas.

Lo que el lector se va a encontrar en la novela de Blasco es el retrato de una mujer en crisis en un ámbito en el que la enfermedad y la desazón personal lo alcanza todo. Esta es una historia que cuenta los problemas sentimentales y laborales de Virginia, su protagonista, durante las sucesivas visitas diarias a su padre en el hospital. La habitación se convierte en el epicentro donde se pone a prueba la fragilidad de los vínculos familiares existentes entre ella, su padre moribundo con quien nunca se llevó bien, su madre, una mujer sumisa y su hermana, la hija perfecta que todo lo hace bien. Allí mismo surgirá una relación insólita y especial con otro paciente, un hombre enigmático que le hará albergar esperanzas cuando todo en su vida parecía estancado, perdido y sin visos de arreglo.

Escrita en primera persona, en Dice los síntomas su autora apuesta por proponernos un texto que no se queda atrapado simplemente en las garras del dolor. Tampoco pretende relegarse a la mera tarea de relatar el proceso degradante del final de la vida de un padre enfermo. Aunque hay una firme determinación de sopesar todo lo que encarna la enfermedad, la novela transita por ese lado más profundo de fijar su conexión, a modo de síntesis, entre la realidad y el cuerpo, sin dejar de lado el humor y la ternura. Esto es, la novela pertrecha dicha conexión tomando vuelo desde la propia experiencia de compartir un tiempo nada complaciente en el que la vida y el desconcierto doloroso de la enfermedad se rozan, hasta el punto de poner en jaque los sentimientos y el sentido de sus estragos. La historia de este libro la protagoniza el malestar interior de su protagonista, pero también responde a una reflexión, o varias, según se mire, sobre la familia y la enfermedad, sobre el bienestar y su revés, sobre el amor y el propio cuerpo.

La enfermedad, viene a decirnos su protagonista, tiene, o debería tener, buena parte del poder nivelador que tiene la muerte. Pero en esta historia no se esquivan las anomalías de quienes están alrededor del enfermo y no saben pasar por alto muchos detalles que, en plena salud de sus miembros, no quisieron compartir en su momento, sino todo lo contrario, que significaron un escollo en sus relaciones posteriores. Aunque ahora, madre y hermanas, cada una a su manera, pese a tantas incomprensiones y desdenes, parecen por momento estar de acuerdo en asumir calladamente lo que la voz deliberante de su protagonista deja dicho: “A cierta edad, todo dolor se vuelve físico. Y acumulativo”.

Aunque Virginia, la narradora, va más allá en su manera de interpretar esta consideración, ese cúmulo, a su vez, refleja inevitablemente en su corazón una indiferencia clamorosa hacia la figura del padre: “Realmente, no tengo nada grave que reprocharle, tampoco nada importante que agradecerle”. En esa voz desconsiderada suya hay un lamento disimulado por salvarse ella misma, un gemido encubierto con el que aliviar su desencanto y resentimiento.

Todo ese magma hace que Dicen los síntomas se muestre como una historia cruda y ácida cuyo desarrollo y resultado la convierten en una novela muy bien urdida, en la que sobresale su prosa limpia y punzante. Bárbara Blasco firma un estupendo libro que acaba con un sorprendente final en el que la realidad de su protagonista anuncia el principio de una hermosa epifanía.


lunes, 2 de noviembre de 2020

Ciudades marcadas

La historia no está escrita como ha sido experimentada, y eso debería estar también presente. “El historiador es el guardián de la verdad histórica que es la verdad de los hechos”, nos recuerda Hannah Arendt. Quizás por esto hacemos lo imposible por querer saber otros muchos detalles no revelados que pongan más luz al hecho histórico conocido. La Historia, en general, condiciona nuestra mirada sobre los hechos ocurridos del pasado. Por eso conviene acudir a los hechos para examinar la verdad, teniendo en cuenta la voz de quienes vivieron aquellos momentos y hoy siguen siendo testigos del ayer.

Algunos libros van por ese camino de aproximación. Libros que se interesan por el testimonio de los propios protagonistas de un hecho histórico. Su objetivo es indagar y saber cómo era para ellos vivir por aquel entonces en el lugar en el que transcurrió la historia que se pretende contar. Y el resultado viene a confirmar cómo determinados episodios de la historia reciente han llegado a convertirse en símbolos y sentimientos para mucha gente que, por eso mismo, han condicionado la realidad existente de esas mismas ciudades que hoy en siguen marcadas por el peso y significado de su pasado.

A esta perspectiva tomada en el lugar y en el tiempo se deben las historias recogidas en Guardianes de la memoria (Fórcola, 2020) del escritor y periodista Álvaro Colomer (Barcelona, 1973), un libro de crónicas de unos lugares en los que en su realidad cotidiana laten aún sentimientos de reconciliación, de dolor, de fatalidad, de miedo ancestral o de clamor religioso dependiendo de la ciudad a la que se refieren. Así mismo, es también un libro de viajes dirigido al corazón de unos territorios históricos a los que el autor incorpora el testimonio fresco de quienes fueron partícipes de los acontecimientos o simplemente nacieron después y se encontraron con su legado.

Rodeado de un halo de misterio, el lector se va a encontrar, por tanto, con un texto que rinde homenaje a cinco ciudades o regiones muy marcadas por su determinante sino histórico. El propósito de la obra queda dicho y aclarado en el prólogo: “Este libro está dedicado a los habitantes de las ciudades que soportan el peso de la Historia. Son nuestros «guardianes de la memoria», hombres y mujeres que cedieron su futuro para que nosotros tengamos un pasado[...] Y lo han hecho para que nosotros tengamos un lugar al que ir cuando queramos recordar de dónde venimos”.

El libro señala un periplo que recorre cinco enclaves. Nos vamos a encontrar con ciudades como Gernika, Auschwitz o Chernóbil que vivieron estremecedores acontecimientos grabados para siempre en la memoria colectiva. También hay lugar para la singularidad, como la que representa la población de Lourdes, que no deja indiferente al viajero que se acerca a su término municipal y comprueba la emoción que despierta la peregrinación de miles de personas a su santuario mariano. Como también hay un capítulo reservado al inframundo de los vampiros de la enigmática Transilvania. No podemos evitar un cierto escalofrío cuando oímos hablar de esta región rumana con su castillo y el nombre de aquel conde Drácula creado por Bram Stoker.

Todo lo que fluye por cada uno de estas historias viene a confirmarnos que mucho de lo que revelan sus páginas no es solo una indagación de alcance de lo que sucedió en unos territorios, sino más bien una interpelación sobre cómo las consecuencias de los hechos históricos se perpetúan en la vida real y presente de la población. Para ello, Colomer se vale de datos, notas, entrevistas, anécdotas y viejas historias. Nos cuenta cómo eran estos lugares antes y después de entrar en la leyenda, sus ecos y cicatrices que han sido claves en la reciente historia de Europa.

Álvaro Colomer nos entrega un ensayo escrito con inteligencia y sentido ético, que reflexiona sobre la visibilidad de los grandes acontecimientos de la historia a través de un recorrido por unos territorios que siguen desafiando su legado con estrépito. Las ciudades se comen a los hombres y por eso es posible perderse en ellas. Recuerdo un pasaje de Inre Kertész en Diario de la galera que aborda el lamento del hombre perdido, ahogado en las cicatrices de su ciudad y clama que “pensar sobre la vida equivale a cuestionarla”. Es esa idea la que sostiene este trabajo ensayístico, la búsqueda de la verdad sin apartarse ni un ápice de la idea de que todo saber, como la propia vida y la Historia, está sujeto a revisión.

¿Qué es un libro sino una forma del paso del tiempo? Guardianes de la memoria es un gran título para un libro que comprime tiempo y memoria a través de las experiencias viajeras de su autor. Un texto apelativo que también es una suerte de señal de cómo el flujo del mundo de ayer en lugares referentes de nuestra historia común se perpetúa y refleja en el presente. Quizás sea siempre así.


martes, 27 de octubre de 2020

Convalecencia


Para
Carlos Frontera (Jerez, Cádiz, 1973) escribir es un camino para averiguar algo e, incluso, descubrirlo, un modo de entenderse con las cosas que pasan dentro y fuera de uno mismo, conocer sus resortes y entresijos, lo que activa o paraliza la conducta humana, como así dejó entredicho en Andar sin ruido (2017), su sorprendente libro de relatos con el que debutó como escritor. En él exploraba el comportamiento de gentes apremiadas por salir del atolladero en el que se encontraban, cada uno a su manera, aunque el aplastante peso de la realidad les condicionara a todos por igual; seres incompletos y taimados, conscientes de su fragilidad y de que algo esencial siempre anda en juego, que anhelan, con poca convicción, llegar a ser algo más acorde con lo que un día soñaron.

Ahora, con Eco (Candaya, 2020), su nuevo libro y primera novela, se expande por esos mismos asideros pero en una construcción narrativa más inmediata e intimista, la de la propia experiencia. El lector participa de un relato introspectivo que muestra el estado convaleciente del narrador en el que todo parece estar desenfocado. Hay una necesidad de reaccionar a ello y desatar lo que se aloja en su interior de incomprensión y rabia. Y en ese requerimiento de leerse a sí mismo y al mundo inestable que le rodea, de intentar reincorporarse de la inmovilidad de su cama para poner claridad o, al menos, vislumbrar quién es y dónde está. Y esa es la voz narrativa que transita por estas páginas y se hace escuchar, la que vierte lo recóndito de su estado y sacude sus efectos: “A la experiencia tiempo, a la experiencia mano, les puedo agregar preguntas, esto es, literatura, en un intento por entender algo”.

Dice Umbral en Mortal y rosa que escribir es meter la vida en un libro, tomarle medidas al tiempo. El relato de Frontera percute en ese mismo ámbito y costuras. El dolor y el desacato por el que deambula su relato es un laberinto, una espiral no exenta de pérdidas. El dolor repasa pasajes, duda continuamente, vuelve atrás, como una bestia apaleada que no acaba de aprenderse el camino marcado por el paso del tiempo. La infancia, el hogar, la conciencia, el desamor y la memoria acuden a tirar del hilo que resuena en la propia voz del narrador a lo largo de todo el libro: “Yo soy el canal de desagüe. Yo, el atasco”.

Eco es todo eso, la cosmogonía de un hombre roto y refractario que no para de preguntarse acerca de su relación consigo mismo y con los demás, un monólogo interior sobre el desconcierto íntimo y familiar. Durante su prolongada estancia en casa, recuperándose de una operación de tabique nasal, el narrador de esta intensa novela repasa fragmentos de su pasado que apuntan a episodios en los que retumba la figura contradictoria y hostil del padre, una traslación que pone en jaque todo lo que desde una temprana madurez se pone en valor referido a la libertad, la voluntad y la toma de decisiones.

Eco es una novela breve, vehemente y tajante sobre la resiliencia y la superación personal que, pese a su tono herido, en ella prevalece un afán determinante de escapismo, de abandonar el aislamiento, que desafía a la realidad y sus esquirlas. Con una prosa ágil y puntillosa a la que no le faltan sus vetas de humor, Carlos Frontera relata el tono vital de un hombre que padece y analiza su padecimiento, y ante lo complicado de narrar sus rarezas empieza a querer aplacar esa contrariedad que lleva dentro, arrancando medias sonrisas al destino paralizante de una convalecencia que ya no debe alargarse más, que pide resarcirse del pasado y vencer al cansancio, al dolor y a la blandura del cuerpo.

Eco es también una evocación de un viaje al Himalaya en el que el autor deja ver el impacto de una aventura no culminada que enlazará con la pericia narrativa que impulsa el espíritu combativo de la propia novela. El entendimiento de la montaña se deja ver aquí fijándolo en el significado de la dificultad de su ascenso. La cumbre espera, es el logro final, la entrada sublime a ese espacio abierto, llamado cima, de intemperie absoluta cargado de plenitud y silencio.

Lo que aparece en Eco de la montaña es metáfora y vida, el lugar y la aventura donde se asienta un argumento revelador de quien busca la dimensión sublime e incierta del logro, que viene a dar sentido a aquello que dijo un filósofo: que el hombre es un ser de lejanías, de distancias y utopías. Y que, también, debe aprender a ser criatura de lo inmediato y cercano, del fracaso y del vuelta a empezar. Es lo que trasciende de esta implacable y exacerbada novela que, según deja dicho su autor en el epígrafe del libro, nunca tendría que haber escrito.


miércoles, 21 de octubre de 2020

Cuando todo lo nombro

Valeria Correa Fiz
(Rosario, Argentina) fue finalista con El álbum oscuro (2016) del Premio de Poesía Manuel del Cabral, y con El invierno a deshoras (2017) obtuvo el Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez, un poemario hondo y maduro que nombra los anhelos y los límites de la memoria personal con una poesía enmarcada en una voluntad narrativa de contar historias en los límites que otorga la condensación e intensidad que exige el verso. Con ambas publicaciones dio a conocer una manera muy particular suya de mostrar un mundo íntimo, vaporoso y simbólico en el que importa tanto lo que se dice como lo que trasciende de pasión y vivencias.

Su nuevo poemario, Museo de pérdidas (La Palma, 2020) incide en ese mismo perímetro de intimidad y secretos tan marcado de su segundo libro, pero ahora lo hace más fijado en eso que apuntaba el filósofo Heidegger de que la poesía es la casa del ser. Y desde ahí, lo hace sin prejuicios, sin ataduras, sin importarle extraviarse por el cuerpo y el tiempo para ver la realidad de su yo proyectado en el otro, la voz de quien habla desde su irreductible individualidad. Las palabras iniciales del prólogo ponen el pálpito del metrónomo de lo que sustenta el alma del libro: el tiempo y sus pérdidas. De eso trata, de poner en palabras lo malogrado. Dice que “contemplar lo perdido es intentar dar un sentido a lo que queda y a quienes somos”.

Con sus versos la autora pretende entenderse consigo misma y ser entendida, consciente de que la vida nunca se ciñe al deseo de nuestros sueños, como así refleja en el primer poema del libro: “Cada exilio es un modo de encontrarse en la pérdida / y descubrirme en la ausencia / con un tierno temblor del cuerpo”. Y en este tono se despliega todo el poemario en un vaivén de letanía de una soledad recurrente: “Los árboles me susurran / que ni el desorden del mundo, / ni su propia destrucción / les competen”. Poemas como Punto de fuga o Conjuros responden al verso de “la soledad puede ser solo un error de perspectiva” y no menos a la equidistancia de estos otros: “Te espero aquí, / muy al centro de tu norte, / muy lejos de tu cerca”.

El amor, el deseo y sus pérdidas están muy presentes en las páginas de este libro suyo. Se manifiestan en esa voluntad de revelar historias vividas en los límites exigentes de su creación poética, en la que la contención y el ritmo son imprescindibles. También se saca a relucir el brío sensual como en el poema Plegaria salvaje: “Oblígame a saber quién soy. / Oblígate a pronunciar por fin tu nombre / entre mis piernas”, con una suerte de melancolía que el lector detectará en gran parte de los demás poemas, pero sin dejarse llevar por la desolación y la tristeza. Al contrario, ese sentimiento de anhelos y pérdidas que trasluce se transforman en una manera de canto evocativo y apasionado que conforman su paso por el mundo.

Nos encontramos ante un libro de belleza contenida en la emoción que aporta la observación y el susurro de los sentidos, un poemario de hospitalidad y comunión donde lo importante no es lo logrado sino el significado de lo perdido, una reflexión sobre el verdadero alcance de las fugacidades intermitentes que la vida mínima del día a día ofrece. Un libro con alma disidente en el que la poeta se enfrenta con vigor a la complejidad enorme de la experiencia del vivir cotidiano. Hay algo sagrado en estos poemas, nacidos de la meditación, la rebeldía y el contacto con el otro que apela a la inteligencia, a la exclamación y cómo no, al temperamento artístico, una poesía que refleja lo que producen los hechos pretéritos con toda su carga significativa.

Valeria Correa Fiz traza, a su vez, un poemario laberíntico de experiencias sensoriales en el que quedan representadas las oscilaciones del deseo y su particular mapa de lo erótico. Todo lo que destila su poesía no es más que una ambientación personal que sale de la vida misma, un flujo prolongado de imágenes y recesos sentimentales aparejados a un compromiso irresistible de perseverancia y plegaria. Pero, como aquí se vislumbra, para un poeta la realidad no basta con fijarla, sino que precisa trasponerla en un lenguaje en que lo invisible se haga visible. Y ese es uno de sus logros.

Es eso mismo lo que fulge por este Museo de pérdidas. Si la poesía importa no es por otra cosa que por saber que tiene algo distinto que ofrecer, algo tal vez más lento de descubrir, pero no por ello menos cierto, y también algo de una escala necesariamente más reducida al ámbito de lo individual contrario al examen multitudinario, hecho que implica compartir una reflexión de la vida misma y sus evanescencias.


viernes, 16 de octubre de 2020

Esencia y concepto

El aforismo es un género milenario que nació con algo de estatuto, de código o, incluso, de principio. Se puede comprobar en las máximas, sentencias y proverbios que ya comenzaron a proliferar en la época clásica de la mano de filósofos griegos y latinos. Desde sus orígenes, ha conservado la naturaleza instructiva propia de una escritura deontológica, con esa gracia de persuadirnos de la mejor manera y que nos es otra que no decir nunca más que lo que merece ser dicho, con muchos cultivadores a lo largo de la historia de la literatura. El aforismo contemporáneo está alejado en cierta medida del tono grandilocuente, didáctico y moralista de etapas anteriores. Pero conviene resaltar que, aunque ha virado, el compromiso con la reflexión y la verdad siguen estando en su esencia hoy muy presente, más el añadido del humor.

En definitiva, como afirman algunas voces acreditadas como es el caso de la del poeta Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, Cádiz, 1964), “el aforismo posee una carga poética y otra filosófica”, que debe aspirar, en su esencia y concepto, a algo bueno: “Lo breve debe ser bueno para ser aforismo. En caso contrario –sentencia– será una simple ocurrencia, una banalidad”. Pero no se queda tan solo en eso, ni con lo que tiene de verdadero lo dicho en el primer párrafo, sino que su nuevo libro Para una teoría del aforismo (Trea, 2020), amplifica y desarrolla lo que anuncia el título, toda una exégesis de lo que supone la creación aforística, a la que añade una selección de aforismos de veintiocho autores para abundar en los tres ejes que, a su juicio, sustenta el concepto aforístico: la reflexión, la verdad y el conocimiento. Y añade que su verdadero quehacer “exige creación auténtica, exige lecturas y conocimiento, precisa de la fusión de la poesía y de la filosofía con la experiencia para conseguir el clima de autenticidad, de misterio, de oficio, de silencio, y también de erudición compartida con el lector”.

Digamos pues que el aforismo vive en tensión con los propios límites de lo comunicable que deciden las propias palabras que lo conforman. En esta importante limitación sui géneris, el aforismo, para Sánchez Menéndez, autor curtido en estos lances literarios, que ha publicado cuatro libros de aforismos: Artilugios (2017), La alegría de lo imperfecto (2017), Concepto (2019) y Ética para mediocres (2020), tiene como objetivo preservar en su brevedad las posibilidades de la verdad y de la paradoja juntas, en el mismo punto de encuentro, el lugar que debe darnos que pensar, que hacernos asentir, dudar o pillarnos por sorpresa.

Conviene acercarnos a la idea de concepto de aforismo que nos ofrece el libro entresacando también de la despensa del mismo lo que dicen otros escritores contemporáneos seleccionados por el autor, que trazan con destreza y brillantez otras conjeturas sobre el aforismo. Por ejemplo, para Hiram Barrios, “el aforismo aspira a ser una entidad evocativa, sugerente, y por ello juega con la implicación, el sobreentendido y el silencio”. Jordi Doce sostiene que “la verdad del aforismo depende directamente de la felicidad de su expresión[...] habla el lenguaje del deseo, es decir, habla con el deseo del lector y lo despierta”. Para Lorenzo Oliván el aforismo es una consecuencia: “un circuito de alta tensión, por el que circula el mundo (gracias a su propia fragmentariedad) en un siempre deseable visto y no visto”.

Un compendio teórico de alcance como es este sintético tratado sobre el aforismo de Sánchez Menéndez refiere un valioso trabajo de estar al tanto de lo mucho y bueno que se publica en este género en nuestro país que, en lo que va de siglo, está teniendo un auge notorio. Por eso mismo, el propio autor quiere dar cabida en su indagación a una buena representación de escritores que por su calidad y pericia han dado continuidad y brillo a lo que tiene de milenario este arte discursivo de las formas breves. Algunos bien comprometidos con el género vienen de lejos, como Ramón Eder, Carmen Canet, Manuel Leila, León Molina o José Luis Morante; otros, de trayectoria más reciente, como Eliana Dukelsky, Sergio García o Javier Puche. Un muestrario de voces dispares que exponen en veinticinco aforismos, la mayoría de ellos inéditos, la buena salud de la que goza este género de apariencia fácil, pero de exigente precisión.

Cada uno de los invitados acude a la cita cargado de sutilezas, vislumbres y paradojas que realzan el espíritu que mueve la literatura fragmentaria que representa lo que conocemos como aforismo. Hiram Barrios señala que “El pensamiento es un camino; el aforismo, su atajo”. Carmen Canet alumbra que “El aforismo cuando te atrapa es una liberación”. Miguel Catalán es un clásico: “En los buenos tiempos soy epicúreo; en los malos, estoico”. Ramón Eder, más castizo, refiere que “La vida es una ficción basada en hechos reales”. En cambio, Karmelo C. Iribarren, con ese resorte pesimista tan característico en él, advierte que “Los aforismos no pueden ser amigos”.

En suma, todo lo reunido en este encomiable trabajo suyo trata de acercarnos a esa parte de praxis a la que aspira el desarrollo de una buena teoría. El estudio que Javier Sánchez Menéndez sintetiza en su volumen Para una teoría del aforismo predice una suerte de necesidad por traspasar los límites de su tesis argumentativa, incluyendo textos y aportaciones de otros que dan validez a lo que en su esencia tiene el aforismo de aprendizaje y pensamiento. Este es un libro punzante, un ensayo breve y lúcido lleno de sabiduría y gracia que sostiene que lo que hace que un aforismo llegue a ser una frase feliz es una incógnita tan sorprendente como imprevisible, pero que proviene de “un silencio breve capaz de llenar nuestras conciencias”.


lunes, 12 de octubre de 2020

Vidas marcadas

La literatura que se adentra en el territorio familiar, ya se sabe, no viene nunca trazada por donde sus propios miembros lógicamente esperaron que transitaran sus vidas, sino por curvas y vericuetos que les hubieran resultado inconcebibles. Escribir por esta senda exige hacerse un hueco en la memoria para dedicarlo a ese juego incauto de travesía en el tiempo en pos de descubrir algunos secretos de sus protagonistas para comprender mejor la apuesta de vida por la que ellos mismos optaron.

Precisamente la nueva novela de Gonzalo Celorio (México, 1948), Los apóstatas (Tusquets, 2020), reúne las características propias de la memoria y de la autobiografía, impulsada por el carácter envolvente de su prosa torrencial bien dispuesta en capítulos breves y dinámicos. Con este proceder narrativo y con la valentía de enfrentarse abiertamente a los fantasmas familiares, Celorio traza el relato íntimo de Eduardo y Miguel, sus dos hermanos mayores, una fascinante doble historia que transcurre sin límites por ese territorio fértil de certezas extraviadas y verdades huidizas centrado en la vida convulsa que ambos llevaron.

Ya en las primeras páginas del libro, el propio autor desvela el sentido de esta apasionante tentativa suya de culminar el círculo narrativo de su trilogía familiar iniciada con su primera obra en 2006: “A través de los años, la historia ancestral no dio origen, pues, a una novela total, como lo habían anhelado mis ensoñaciones de escritor en ciernes, sino a dos novelas bastante acotadas, referidas a la familia materna la primera, y a la paterna la segunda: Tres lindas cubanas y El metal y la escoria”.

Entrando en los entresijos del libro, nos vamos a encontrar episodios comprometidos y escabrosos, amores complicados también hay, al igual que un sinfín de secretos íntimos. Los apóstatas es un relato generoso en su concepción, una apuesta que trata de mostrar el alcance del desarrollo personal de dos hombres que cambiaron el destino de sus vidas, una novela urdida con ese atisbo de entendimiento que en todo momento refleja la voz narrativa que lo impulsa. Es un relato complejo, como corresponde a toda vida plasmada en escritura, y aún más si se trata de dos vidas vinculadas a una misma vocación religiosa incipiente.

Pero también es un libro valiente, rico en detalles, artificios, recursos narrativos y estilísticos de los que se vale el autor para dar a conocer a dos hombres apasionados que cambiaron de rumbo sus vidas a causa de su fe, y por esa misma razón, dos hombres expuestos y sometidos al juicio constante de los demás, incluida la propia familia. Por todo ese ámbito existencial desde el que ambos protagonistas guardan sus secretos más inconfesables, Celorio traza sus trayectorias personales adentrándose en sus vivencias. La vida que sus dos hermanos volcaron en una misma dirección religiosa, pero que al cabo de un tiempo, y por diferentes razones, cada uno de ellos acabará negando.

Esa ruptura con sus creencias religiosas les conducirá a abrazar de nuevo ese otro mundo de la calle, más terrenal y concreto que ahora ellos encuentran más excitante. Uno opta por la senda de la teología de la liberación, trabajando en poblados mexicanos indígenas, y más tarde comprometiéndose políticamente con el movimiento de liberación nicaragüense que acabó con la dictadura somocista. El otro hermano, tras dejar atrás su vocación, acometerá con mucho entusiasmo el estudio y magisterio de la arquitectura barroca mexicana, acabando posteriormente en una incontenible obsesión por el mundo satánico que llegará a cegarlo hasta los últimos momentos de su vida.

Cabe destacar, por otra parte, el carácter misceláneo que la novela va tomando conforme avanza el texto, un ejercicio constructivo por donde Gonzalo Celorio intercala memoria, autobiografía, datos, cartas y hasta una interesante reflexión teórica de cómo idear y escribir una novela que, como subraya el autor: “también recurre a la imaginación para iluminar las zonas oscuras del pretérito”. En todo ese engranaje, Los apóstatas viene a referirnos algo que es una prueba más de que las historias, por fantásticas e insólitas que sean, no son nunca inocentes.

Dicho de otra manera, jamás su autor pudo imaginarse lo que iba a descubrir cuando comenzó su andadura. “Maldita la hora en que se me ocurrió escribir esta novela”, sentencia en la primera página. Sin embargo, el resultado es espléndido. En argumento y las palabras en sí de esta emotiva novela, que vienen de la historia de una saga familiar, llegan a nosotros y nos interpelan con una fuerte carga reivindicativa y crítica, y eso se debe a que la verdad que esclarece se mantiene tan pujante y viva como en los tiempos en que transcurrieron los hechos, si es que no más.


lunes, 5 de octubre de 2020

Círculos familiares


¿Qué es lo que nos interesa realmente de un cuento o de un libro de relatos? Una respuesta posible podría estar entre las siguientes: su trama, desde luego; pero quizá también aquello que debemos intuir porque se nos ha dejado de contar, el protagonismo o la casi transparencia de una acción que es resultado de utilizar el tono más adecuado; la atmósfera que se crea a partir de un estilo y un lenguaje que, en la concisión e intensidad que caracterizan al género, adquiere siempre un papel protagonista. Y todo ello sin olvidar la proporción entre la narración y otros componentes tales como el diálogo, las pausas, la descripción, el retrato de los personajes o el efecto que producen ciertos detalles.

Precisamente de atmósfera, intensidad y detalles andan bien servidos las ocho piezas narrativas que conforman el nuevo libro de relatos de Pedro Ugarte (Bilbao, 1963), que acaba de publicarse. Pero por encima de todo eso, habría que destacar de los cuentos reunidos en este Antes del paraíso (Páginas de Espuma, 2020) la potencia visual de sus tramas en torno al ámbito familiar, cuyas situaciones propenden a la tensión y al desasosiego, pues no siempre sus protagonistas se manejan con la habilidad más adecuada a sus intereses. Todo ello hace que la lectura de estos cuentos, a pesar de que sus historias se ciñen a una realidad quebradiza, de infortunios y desolación, nos lleve, en un ejercicio sugestivo, a descubrir los velados anhelos de felicidad de unos personajes cautivos de sus propias flaquezas y sueños incumplidos.

Algo tienen en común todas estas narraciones protagonizadas por los diferentes Jorges de cada historia: hijos, maridos o padres destinados a asumir desasosiegos, conflictos familiares, a veces enfermizos, y casi siempre desorientados. Gente incómoda en una órbita familiar que intenta sobreponerse, aspirando a subsistir a la adversidad de sus propios conflictos. La intimidad de los distintos protagonistas se nos muestra con una perspectiva entre irónica y dramática que deja traslucir envidias, venganzas, resentimientos, vacíos o vidas fingidas.

Por ejemplo, en el primero de los relatos, uno de los más conmovedores y que pone título al libro es una historia de credos y ternura, secretos y fracasos. Su protagonista trae a la memoria recuerdos de la infancia, pasajes de la vida de su padre, un hombre católico, obstinado y tierno, un oficinista cumplidor, curtido también en tareas domésticas, que sostiene sus derrotas personales gracias a esos encierros de cada noche, en su estudio escribiendo y a los fines de semana en los que se recluye en casa bebiendo a medias con su mujer.

Si en el siguiente cuento, de título elocuente, El premio, el dinero no entiende de amistad ni de lealtades, en el que le sigue, Cliente fantasma, un padre sin escrúpulos fantasea teatralizando su impostura ante un hijo perplejo que, al madurar, va descubriendo la farsa hasta que ya cansado se conjura socavarlo: “Y me juré que mi vida sería muy distinta a la suya, que es lo que se juran todos los hijos a sí mismos, a partir de cierta edad”.

Hay otro que sobresale por lo que la historia tiene de entrañable. Me refiero al relato que cuenta las veleidades de una abuela empeñada en dar crédito insistentemente de que estuvo con los reyes de Bélgica en un pueblo de la costa de Guipúzcoa, con un ardor encomiable para impedir que lo que ella vivió no se borre en el tiempo: “La verdad. Cómo distinguirla de la mentira, y de esas complicadas imaginaciones que alumbran los seres humanos y que utilizan para dar sentido a todo”, concluye el narrador de esta historia inconclusa de tres generaciones.

Pero si hay una historia a destacar y que a mí me ha conmovido sobremanera, quizá por ese escenario escolar tan afín del que tantos padres hemos sido partícipes o meros observadores es la relativa a un padre divorciado que asiste cada sábado a ver los partidos escolares de baloncesto en los que juega su hija. Cada encuentro lo obliga a soportar la presencia impertinente y desagradable de otro padre, un metepatas al que un día ya no aguanta más y le endiña un puñetazo en toda la cara, lo que le deparará una reprimenda generalizada y una soledad triste y abrumadora, pese a sus disculpas.

Antes del paraíso conforma en su conjunto un buen libro de cuentos, escrito con esa fuerza que otorga la narración en primera persona, una voz narrativa aprovechada por su autor para atraparnos con la eficacia de una prosa bien urdida con la que logra contarnos unos buenos dramas urbanos de la vida misma, extraídos del círculo familiar, desde ese ámbito primario lleno de frustraciones, conflictos y secretos inconfesados.

Ugarte es un gran contador de historias, con un largo recorrido por este género tan exigente, que goza de ese don que importa de la narrativa de calidad, capaz de sorprendernos de un modo novedoso y significativo con historias íntimas que se nos antojan cercanas y familiares. Y eso es, sencillamente, admirable.