Confieso
que desde que leía a Gracián, Cicerón o Epicteto,
y también a los aforistas franceses, me aficioné obsesivamente por
la escritura fragmentaria, por los pensamientos fugitivos. Una
lectura que siempre me obligó llevarla a cabo acompañado de un
lápiz y una goma de borrar, para subrayar y hacer anotaciones
propias sobre los márgenes de las páginas, o para marcar señuelos
para próximas relecturas con sus correspondientes signos: una
flecha, una bombilla, un asterisco o el dedo índice señalando algún
mensaje ineludible. Una tarea que siempre me ha producido grandes
satisfacciones y de la que no he dejado de frecuentar. De un tiempo a esta
parte he añadido una nueva herramienta: el rotulador fluorescente,
que hará las funciones de palimpsesto en años venideros. Lo cierto
es que cuando finalizo la lectura de uno de estos libros, descubro
que lo leído se ha transformado en otro volumen, en un
ejemplar reescrito y tuneado por mis incursiones. La mayor sorpresa
se la lleva uno cuando al cabo de unos años retoma el mismo ejemplar
leído y verifica que la mayoría de las huellas perduran y siguen
reconfortándole.
Descubrí
a Roger Wolfe (Westerham, 1962) en una de mis frecuentes visitas a internet, en este caso, explorando el catálogo de la editorial catalana
Huacanamo. Un hallazgo que me ha hecho evocar
mis lecturas convulsivas de Cioran, ya que algo de maldito
encierran sus afiladas epifanías. Un inglés afincado desde niño en
España que no pone reparos en aceptar las influencias del rumano, las de Bukowski o, incluso, reconocer la autoridad del
entrañable y cascarrabias Baroja. Wolfe se inició
publicando poesías con la obra Diecisiete poemas.
Su producción poética alcanzó más de una decena de libros,
el mismo número que sumó después entre el género narrativo
y el ensayo.
Siéntate
y escribe es un libro que al propio Wolfe le gusta
denominar como ensayo-ficción, un
subgénero que dice haber inventado gracias a su tarea de ir
recogiendo ideas esparcidas por su vida, notas, apuntes de diario o
pequeños poemas en prosa; una recolección de fragmentos vitales.
Pero si algo destaca en su estilo es que es un escritor que escribe
con el oído. Para él no hay mayor sostén del discurso escrito que
el ritmo, y por eso siempre está atento a su sonido. Este género
mestizo lo funde todo: prosa, poesía, aforismo, sentencia, hasta
acercarse a una escritura todo terreno. Siéntate y
escribe no es un libro
corriente, es un texto valiente y descarado que recoge un compendio
de reflexiones anotadas entre los años 2002 a 2008. Uno tiene la
sensación, cuando lo ha leído, de haberse expuesto en un
cuadrilátero y haber recibido golpes de todas las hechuras, tanto por
la contundencia del discurso, como por su desnudez y crudeza. Es un
libro que transita por la literatura, el arte, la sociedad, la
política, y las relaciones interpersonales, en el que se conjugan
las dos caras de la moneda: el lado particular y el lado de los otros. Para Wolfe
el artista es ese solitario cazador de epifanías,
incansable viajero en busca de
revelaciones, hallazgos y alumbramientos.
Nos hallamos ante un
libro nada moralista, pero que viene a ponernos en alerta y señala, sin tapujos, que la vida es una enfermedad que se cura con el tiempo,
y que en muchos de sus pasajes nos advierte de la conveniencia de bajar el
volumen del ruido mundano para escuchar los sonidos del corazón
propio: aprende a auscultarlo; aprende a latir con él.
Un libro que habla de literatura, de la tarea del creador, que no es
más que tocar fondo en su propio corazón,
pero sobre todo, Siéntate y escribe
es una obra que habla del sentido de la vida, cuya razón de ser no
es más que la combustión y en esa combustión habría
que saber quemarse.
Roger
Wolfe ha escrito un ensayo ameno, con un talento brutal y certero, tanto en el fondo como en la forma de expresarlo; un ejercicio literario sin
grasa, para mejor digestión de los lectores; un
libro que recala y que conviene leer a los atrevidos.
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