Hace
diez años me habían trasladado a una de las sucursales que el Banco
tenía en un pueblo de la bahía de Cádiz. Para mí, que procedía
de los servicios centrales, aquel cambio lo interpreté como un
castigo al principio, pero mi rápida adaptación al nuevo escenario
laboral lo transformó, para mi bien, en una experiencia personal imborrable,
gracias al contacto diario con los clientes. Es curioso cómo la gente
habla sin reparos de sus intimidades cuando se trata de poner a buen
recaudo su dinero. La oficina se convierte en una parroquia
financiera donde los empleados, muchas veces, oficiamos de
sacristanes y confesores espirituales al uso, mientras tanto, los clientes se transforman en feligreses y acuden a redimir sus deudas o a confiar
sus ahorros al credo bancario. (Ahora, las cosas en este terreno han cambiado bastante con la crisis económica). Allí en la oficina
conocí a un joven cliente que estaba casado con una japonesa. Solía venir una vez al año a visitar a su familia y, de
paso, acudía a pedirme asesoramiento sobre sus yenes ahorrados para
buscar mejor rentabilidad que la que le ofrecían los bancos del país
de su esposa. Hicimos amistad con el tiempo y, como sabía de mi
interés por los patrones culturales de los japoneses, me recomendó
el libro de Ruth Benedict, El crisantemo y la espada.
Compartimos otras lecturas y otros autores, y descubrí la literatura
de Haruki Murakami
(Kioto, 1949): Tokio
blues, De
qué hablo cuando hablo de correr,
After dark,
Después del terremoto..., libros que me parecieron tan cinematográficos como literarios. Desde entonces, el escritor japonés cada vez se
afianza más entre los anaqueles de mi biblioteca.
Acabo
de leer Los años de peregrinación del chico sin color,
editado, como los anteriores, por Tusquets.
Parece que el sello editorial lo había tenido impreso días antes de
la designación del premio nobel de literatura para sorprender al
público lector, ya que, nuevamente,
Murakami entraba en las
quinielas, pero como todos sabemos, la canadiense Alice
Munro se interpuso.
Murakami
vuelve a las librerías con una novela sobre la amistad, el amor y la
soledad. Una obra con un sentido metafísico de la inocencia de sus
jóvenes protagonistas, que aborda el sexo, la belleza y la muerte.
Murakami
es un rastreador incansable de historias de jóvenes e igual que les ocurre a muchos japoneses de su generación, también le apasiona el pop, el
rock o el jazz. En Los años de peregrinación del chico
sin color aparece la
música, que siempre está presente en el escritor de Kioto, como una
melodía que acompañará la trama de su novela para salvar la insatisfacción de
sus protagonistas: “Le mal du pays”, una exquisita pieza de Listz
que se hace visible por los diferentes pasajes del relato y que hará
meditar a Tsukuro, hasta el punto de afirmar que la vida es
una compleja partitura; aparece
también el elemento del miedo a la vergüenza y el fantasma del
suicidio como solución al rechazo originado por los otros. Con este
planteamiento, los cinco personajes de la novela forman un grupo de
fieles amigos que dan un valor superior a su relación que al destino
individual de sus propias vidas. Para estos jóvenes no hay nada más
importante que la amistad que se tienen, de manera que vivir unidos
en Nagoya, compartir sus vivencias y no renunciar a este vínculo
tan fuerte, supone que el grupo es una meta mayor que la que cada uno
emprendería a solas. Pero Tsukuru Tazaki, el protagonista de la
historia, ignora por qué ha sido expulsado del grupo, sin
explicación alguna. Esta circunstancia se convertirá en un golpe
tan duro que su infelicidad y autoestima, rebajada a los suelos, le
conducen al borde del suicidio. Para describirnos los sufrimientos por los que Tsukuro transita, el escritor japonés recurre a los mitos y al
mundo onírico, de modo que los sueños eróticos que el personaje
comparte con Shiro y Kuro revelan que, incluso, la amistad, como vínculo, puede llegar a perturbar su propia existencia. No obstante, como afirma
Fernando Aramburu,
Murakami parece mostrar a sus innumerables lectores un
camino más o menos de salvación.
Entonces empieza su
peregrinación y búsqueda. Tsukuro emprende un viaje, dieciséis
años después, para reencontrarse con su amigos y liberarse de la
atadura del pasado. El resultado de esa tarea, de la explicación
sobre lo sucedido en los años de juventud, le activará una madurez
que tenía truncada. No sabemos qué ocurrirá con esta vuelta a la
realidad, un enigma que
Murakami no resuelve al
final de la novela.
Haruki
Murakami vuelve con su sello
inconfundible, y aunque Los
años de peregrinación del
chico sin color
no sea lo mejor de su producción, su oficio narrativo y
el conocimiento de una sociedad tan solidaria y atávica como la
japonesa, hace que esta novela tenga su lado sorprendente: la órbita
amena y literaria que
Murakami traza con
maestría..
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