sábado, 4 de enero de 2014

Baroja se moja


Empezar el año leyendo o releyendo a Baroja (San Sebastián, 1872 – Madrid, 1956) es rescatar a este apasionado individualista, ácrata y cascarrabias; es recuperar el ayer de un agnóstico que habla en presente y que retrata tan bien a los protagonistas de su tiempo como se puede ver en el bosque animado de Semblanzas, un texto editado en el entrañable sello barojiano Caro Raggio y prologado por Francisco Fuster, donde se recopila un buen número representativo de aquellas biografías literarias, en formato breve, trazadas a lo largo de la vida del novelista vasco. Estas semblanzas han sido extraídas de algunas obras de Baroja, en especial de los ocho tomos de sus memorias y de uno de los libros más celebrados por los críticos: Juventud, egolatría.

Entre los primeros personajes de esta antología destacan Azorín y Ortega, dos grandes excepciones del elenco de prosistas y novelistas que el escritor donostiarra detestaba en su época, como podemos constatar en los retratos demoledores que traza sobre Unamuno y Blasco Ibáñez. Había tenido amistad con Valle-Inclán, aunque discutían mucho sobre literatura. Una de sus frases favoritas del autor de El árbol de la ciencia para opinar de algunos de los personajes que desfilan por estas Semblanzas era: “Es una lata”, según nos cuenta Julio Caro Baroja en su memorable libro, Los Barojas.

En el orden estético, Baroja, de joven, había pagado tributo al Arte. La pintura le había entusiasmado y, desde 1899, fecha de su primera estancia en París, le eran familiares los impresionistas. Pero cuando habla de otros artistas da rienda suelta a sus afinidades y antipatías, algo natural en el vasco, que nunca tuvo odio a nadie. En su madurez Pío Baroja no tenía más que un amigo artista, Juan Echevarría, pintor bilbaíno, para quien posó una y otra vez. Pero Echevarría murió pronto y así terminó otra posibilidad de trato social. Baroja se relacionaba casi con más gente en Vera que en Madrid. A veces Ortega llegaba para llevárselo con él unos días y así sacarlo del hogar donde permanecía adosado días y noches.

De Solana rechazaba su cuquería e ingratitud y criticaba el retrato que éste hizo de Unamuno por su falta de autenticidad. Decía que su pintura parecía un poco pastiche. Baroja no estaba contento con casi nada: ni con la política, ni con la literatura, ni con el arte, ni tampoco con las costumbres de la gente. Pensaba en el pasado y en el porvenir. Su carrera de médico, también, había sido un fracaso, sin embargo de los veintiocho a los cuarenta y dos años (de 1900 a 1914) fue el período más fructífero de toda su carrera literaria.


Lo más extraño en Baroja es que también como articulista engancha del mismo modo que lo hace con su narrativa. Estos aguafuertes literarios son prueba de ello. En Semblanzas aparece el trazo duro, firme y sobrio suyo, enemigo de la retórica y de todo artificio que, para bien de los que nos sentimos barojianos, sigue latiendo, como se comprueba sobradamente en esta interesantísima recopilación de retratos de artistas y literatos de aquella España tan convulsa que le tocó vivir.

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