La
literatura siempre es una cuestión de punto de vista. No hay tema
que se repita si se cuenta de otro modo. Dice la escritora Marta
Sanz en la introducción del
libro Para ser escritor
(Círculo de Tiza,
2015), de Dorothea Brande,
que cuando alguien toma la palabra y se compromete públicamente con
su escritura es porque tiene algo que decir. Algo que aportar al
conjunto de la comunidad. Esa es una actitud honesta, más allá de
la búsqueda de una imposible originalidad esencial en la que tantos
escritores nóveles se obcecan. Pues bien, el autor que traemos hoy a
esta bitácora sintetiza con claridad el espíritu subrayado por la
novelista madrileña.
Manuel Arroyo-Stephens
acaba de publicar en Turner,
la editorial creada por él mismo allá por el año 1970, un hermoso
libro de memorias que encaja en esas coordenadas bien descritas
anteriormente. Pisando ceniza
es un artefacto entre relato, novela y autobiografía, en donde el
librero de viejo, editor y apoderado en su día del matador Rafael
de Paula se descubre a sí
mismo con este su primer libro. Y lo hace con solvencia y maestría,
como los grandes del género.
El
autor de este estupendo libro recuerda sus andanzas como librero, sus
viajes con un viejo poeta a través de la geografía española por
las plazas de toros, para seguir las faenas de un torero gitano, y
cuenta, también, la vuelta a su pueblo para escuchar, en una
taberna, las historias de los viejos habitantes del lugar, aparte de
compartir con su madre cuestiones de siempre alojadas en el pasado o
perdidas en algún punto difuso del tiempo.
El
libro de Arroyo tuvo
sus inicios en 1984 con el relato Región
luciente, el más
extenso de todos los reunidos en el volumen, un texto que leyó
Carmen Martín Gaite
y por el que le animó a seguir escribiendo. Para un hombre como él,
imbuido en el universo editorial y conocedor de sus entresijos, no
parece haberle resultado difícil encontrarse en esta nueva vertiente
de escritor y, ahora nos sorprende, a propios y extraños, con este
debut narrativo repleto de experiencia vital y de buena literatura.
Dice Andrés Trapiello,
curtido escritor diarista, que lo más difícil de todo, en contra de
lo que cree la mayoría de la gente, es hablar de uno mismo.
Arroyo-Stephens sí
se da trazas para conseguirlo. Pisando ceniza
es un texto asombroso, precisamente por lo bien concebido que está,
y más aún gracias a su tono narrativo que parece discurrir con la
facilidad de un soplo.
Para
Manuel Arroyo, la
escritura es voluntad y es imaginación. Por eso mismo, entiende que
la memoria es una invención permanente. Desde esa perspectiva, el
autor homenajea a un grupo de amigos a los que siempre quiso. La
muerte es un asunto que le importa mucho al escritor, de ahí el
título escogido. Las cenizas del pasado y los seres queridos están
presentes a lo largo de los seis relatos del libro. Su tarea consiste
en recopilar estampas del recuerdo, mezclarlas y unirlas en frases
con temple y sentimiento: “Hace años tuve un amigo a quien vi
morir –subraya– y aunque no hice un pacto secreto con él, sabía
que su presencia me acompañaría siempre. La memoria es triste
porque su alimento es lo perdido. Escribir sobre él fue mi manera de
no perderlo del todo, de no permitir a la muerte que mate tanto como
quisiera...” José Bergamín
fue ese amigo con quien compartió vida, literatura y afición a los
toros, un maestro del aforismo que cuando enfermó gravemente le
confesaba al oído que “más que la muerte, temo ahora la
invalidez; no poder valerme por mí mismo”.
En
verdad, no hay placer más gratificante e inmenso para un lector que
acometer una obra bien concebida, abordada desde la honestidad y
escrita con total solvencia. Con estas premisas, los buenos libros
están destinados a perdurar en el tiempo y, Pisando
ceniza,
es uno de los escogidos que
cumplen ese fin. Sólo el lector que caiga en sus redes podrá ser
testigo de excepción y presa complaciente de este estupendo texto de
memoria y vida.
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