miércoles, 27 de diciembre de 2017

Un trayecto de largo recorrido

Hay poetas que nunca tienen que preguntarse cuándo y dónde comenzará el poema. Su intuición los orienta, van de la mente al papel y del papel al mundo exterior para volver a pasar por el filtro de la mente. De allí, surge natural el primer verso o el poema en ciernes. Saben que todo lo que pasa frente a sus ojos y por sus emociones es digno de ser apuntado. Incluso lo más irrelevante: unas palabras escuchadas en un bar, la vaga sonrisa de una mujer, una calle desierta, un banco vacío de una plaza, la niebla que está entrando en la ciudad, una farola encendida o la lluvia que cae sobre la acera, pueden dar pie a la aparición del poema.

La poesía de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959) encaja perfectamente en ese prototipo de creación. El poeta vasco frecuenta esa manera de indagación creativa, esa forma de ver la parte oculta de lo que está delante de sus ojos. A este respecto, el profesor de literatura Pablo Macías en su reciente libro Otra manera de decirlo (Renacimiento, 2017), un estudio riguroso sobre la trayectoria y obra del escritor donostiarra, indica que a esa pulsión creadora suya hay que añadir lo que el propio poeta dice acerca de lo que su poesía persigue: “Contar mi vida, o la de alguien muy parecido a mí, de manera que el lector pueda creer que le estoy contando la suya”.

La trayectoria literaria de Iribarren lleva consigo unas referencias que se han de situar en poetas como Bukowski y Carver entre los maestros del realismo sucio y en Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena y en los poetas de la experiencia, de entre los que sobresale Roger Wolfe. Pero, en realidad, su quehacer poético no se ajusta a ninguno de los patrones antes citados, ya que sus poemas llegan más allá de los poetas americanos nombrados y su estilo es más condensado y con un registro rítmico más acentuado que la mayoría de los poetas españoles afines.

El poeta ha seguido por esa senda realista que ya inició con Bares y noches (1993) y La condición urbana (1995). En el volumen Seguro que esta historia te suena (2015) se encontraba toda su obra completa hasta el momento de su publicación, donde se puede comprobar la estela invariable seguida por el poeta a lo largo de más de veinte años. Sus poemas siempre han tenido una historia que contar, un argumento, un relato esbozado. Y hay que decir que pocos poetas tienen tan presente en su obra su propia vida como Iribarren. Cada poema suyo es un trozo de su piel que ha ido trasplantando a la página en blanco de su biografía. Por eso es tan importante hablar de su vida cuando intentamos analizar su obra, ya que su temática le llega de la propia experiencia cotidiana.

Sabemos que tuvo una infancia muy dura, huérfano de padre pasó por un orfelinato, y que se refugiaba en la lectura para escapar de sus días tristes y anodinos. Contemplando lo que le rodeaba se evadía en la realidad más hiriente, para viajar a un mundo de aristas más amables de las que estaba viviendo en aquellos momentos. Después se dedicó a las actividades laborales más diversas: albañil, fontanero, vendedor de enciclopedias y camarero.

Sus poemas siempre tienen un paisaje, un escenario: los parques, el paseo marítimo, el río, la playa, la noche, las calles de su ciudad, las aceras, el tren y el bar, y sus temas giran en torno a la soledad, el amor, el deseo, el desamor, la infancia, la condición urbana, el paso del tiempo, todo ello desde la perspectiva de un camarero que, con visión ácida e irónica de la vida, escribe tras la barra del bar en sus ratos libres. El bar es el mirador perfecto para un observador agudo como él.

En Mientras me alejo (Visor, 2017), su última publicación, el protagonista de sus poemas sigue siendo ese paseante urbano que recorre atento e insistentemente las calles de Donosti a la espera de que una escena, una estampa o una anécdota salten ante sus ojos y le ayuden a discernir el significado de su existencia, pero ahora desde la perspectiva que da la edad tardía: más melancólica, serena y atemperada por el paso del tiempo.

Su nuevo poemario consta de cincuenta y cinco piezas, de entre las que se separa la última, Un mal ejemplo, un poema en el que se resume su tarea poética y la brújula vital que le ha traído hasta la aceptación de ser el hombre maduro que ahora es, exiliado en su interior, como afirma en uno de sus versos. Los poemas del libro denotan la evolución del escritor que ahora tiene una visión más resignada, aunque sin perder el punto de rebeldía que siempre le acompañó. En este libro habla más de la familia, de su mujer, el alcohol queda más distante, los ancianos del parque nos muestran las miserias de la edad que el poeta siente como suya, el amor y el desamor, que tantas veces vienen a ser lo mismo, no deja de estar tamizado por la ternura, y la soledad de antes se ha hecho como más colectiva.

Iribarren sigue todavía con mucha cuerda, haciendo gala de esa forma singular de concebir su poesía despojada de toda retórica y, a su vez, bien armada de nihilismo, pero más apacible, con ese toque de cierta tristeza y melancolía, la de un hombre que se ve afectado por la lenta derrota de los años que todo lo atemperan, y acepta su destino.

Dice Luis Alberto de Cuenca en el prólogo que el nuevo libro de Karmelo es “tan sabio, sencillo, efectivo y emocionante como los anteriores”, y opino, como lector y seguidor de su obra, que lo dicho por el prologuista resume perfectamente su quehacer literario, pero me atrevo a añadir que Mientras me alejo es su libro más hermoso, profundo y emotivo. Quizá, lo mejor que he leído suyo.


sábado, 23 de diciembre de 2017

La leyenda sigue viva

Si hay una frase que resume y acrecienta, en buena medida, la leyenda y el mito representado por la figura de Cleopatra en los anales de la Historia, bien podría ser esta que pronunció Pascal en uno de sus célebres pensamientos acerca de las causas y los efectos que produce el amor en los hombres: “Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más pequeña, el rostro del mundo habría cambiado”.

Probablemente no haya habido un personaje histórico tan relevante en la Antigüedad que haya experimentado tantas transformaciones a lo largo de los siglos como las que sobrellevó la última reina de Egipto. Y esto se debe mucho a la campaña de difamación que Octavio, enemigo suyo, emprendió contra ella a partir del año 44 a. de C., tras la muerte de César en aquellos fatídicos idus de marzo. Dicha campaña se orquestó para tener más apoyos en el Senado, eclipsar a su adversario Marco Antonio, aliado y amante de Cleopatra, y, de paso, demonizarlo como traidor a Roma, vendido a otros intereses extranjeros. Las crónicas romanas de la época, a su vez, tildaron a Cleopatra de mujer fatal, nacida para la lascivia, el despilfarro, la insidia y la perdición de los hombres. Y así, a lo largo de los tiempos, su leyenda se fue extendiendo sin límites por todo el Mediterráneo, siendo una de las celebridades históricas del pasado, que, desde entonces hasta nuestros días, ha contado con más menciones en cualquier faceta artística: teatro, poesía, pintura, música, novela, ensayo y cine. En cada uno de estos géneros fue etiquetada para todos los gustos: enamorada, poderosa, intrigante, astuta, culta, fogosa, bella, heroica, maléfica y asesina. Pero nunca fue como todos dicen que fue, y mucho menos al extremo de lo que sus enemigos llegaron a decir de ella.

La editorial Fórcola, bajo la cuidadosa traducción de Amelia Pérez de Villar, publica ahora en nuestro país, Cleopatra. La mujer, la reina, la leyenda, el libro que la historiadora y biógrafa Lucy Hughes-Hallett (Londres, 1951) ha dedicado a Cleopatra VII Filópator Nea Thea (La diosa que ama a su padre y a su patria), nombre completo de Cleopatra, un estudio crítico y meticuloso que abarca todos los matices históricos y legendarios generados en torno a su figura a lo largo de la historia. Se dice en la introducción que este es un libro para hablar de todas las Cleopatras imaginarias que se han sucedido a lo largo del tiempo, de los múltiples puntos de vista por los que su figura se vio enfocada a través de las diferentes épocas en las que los más diversos artistas le dedicaron páginas y versos abundantes sobre el papel que desempeñó su presencia en el curso de la historia de Roma. ¿Quién no guarda en su memoria la seductora imagen de la actriz Helen Mirren interpretando el papel de la heroína en Antonio y Cleopatra de Shakespeare? ¿Quién puede olvidar a esa Cleopatra sensual y arrebatadora tan maravillosamente interpretada en las pantallas del cine por Liz Taylor?

Este es un libro, según su autora, donde el lector curioso no solo encontrará sexo, traición, ajuste de cuentas y retórica de Estado, tan común en los palacios romanos, sino que, especialmente, percibirá el embrujo persuasivo que tiene la ficción para crear el mito y su leyenda. Hughes-Hallett ha estructurado su ensayo en dos partes: en la primera, la más breve, aborda en tres capítulos el perfil de la heroína desde la leyenda y la realidad, pasando a continuación a mostrarnos el punto de vista de Octavio, su adversario, que hizo todo lo indecible para desacreditarla y destruirla, tachándola de seductora engañosa, capaz de hacer abdicar de toda su grandeza a un hombre por su amor. Después, en el último capítulo, se analiza lo que dijeron de ella historiadores como Plutarco y Josefo, así como Cicerón, que no ocultó su declarada animadversión, aunque esto último no le impidió proclamar que había cierta verdad acerca de la erudición de Cleopatra.

En la segunda parte del ensayo, la autora se afana en desgranar el carácter del mito que representa Cleopatra partiendo de un examen pormenorizado de aspectos de su vida animada y fastuosa en Alejandría en sus facetas de mujer, amante, reina, asesina o suicida. Hay pasajes de intenso dramatismo como el que se describe cuando Cleopatra llora desconsolada, después de ser abandonada por Marco Antonio, que parte de Alejandría para asistir a los funerales de su esposa Fulvia, muy bien descrito por Shakespeare en su tragedia Antonio y Cleopatra. Otros autores, como Heine, veían a Cleopatra como una de esas esposas exigentes “que atormentan y bendicen a su cónyuge con amor”. En ese mismo terreno amoroso, el escritor Anatole France la imaginó rodeada de “columnas gigantes rematadas por cabezas humanas o por flores de loto”, y Théophile Gautier hablaba de ella como “la mujer más completa que ha existido nunca, la mujer más femenina y la reina más regia”.

Estamos ante un libro fascinante, una monografía soberbia que invita a una relectura exhaustiva sobre una de las figuras más controvertidas de la Antigüedad, y que añade más luz sobre su vida real y su leyenda, una obra urdida con rigor, que parte de la literatura remota y llega con fuerza al mundo moderno, de los escenarios del teatro clásico a las pantallas del cine de nuestros días.

Hughes-Hallett nos entrega un trabajo encomiable, un estudio erudito y ameno de todo lo que han revelado historiadores, poetas, artistas y directores de cine sobre el relato inagotable que ha suscitado ininterrumpidamente esta misteriosa emperatriz de Alejandría desde su aparición en la historia hace dos mil años, algo proteico que viene a renovar el gusto por el mito a costa de la verdad histórica. Y es que lo fascinante lo pone la fábula.


martes, 19 de diciembre de 2017

El curso de la vida

Hay que hacerse mayor, haber vivido bastante tiempo, para darse cuenta de lo corta que es la vida. Desde el punto de vista de la juventud, la vida se presenta como un largo e interminable futuro; contemplada desde la edad tardía, no parece sino un trayecto demasiado corto y efímero. Debido a esa aceleración del tiempo, el curso de la vida parece que nos atropella a partir de una cierta edad. La vida del hombre, el transcurrir de cada individuo, viene a decir Schopenhauer, tiene unidad, coherencia y verdadero significado a medida que avanzan sus años, y hay que verlo como una enseñanza con su sentido moral.

El poeta, aforista y pintor José Mateos (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1963), que también ha escrito libros de ensayos, como La razón y otras dudas (2007), y ha publicado el libro de relatos Historias de un Dios menguante (2011), regresa de nuevo a esa prosa cuidada y fragmentaria en la que mezcla reflexión y asombro, filosofía y visión poética de la vida, como en Un año en la otra vida (2015) o Silencios escogidos (2013) con su último libro, Un mundo en miniatura (Renacimiento, 2017), ilustrado con portada y dibujos del artista murciano Pedro Serna, para hablarnos de esa tarea común que supone vivir, de su incurable impulso, y de su azaroso destino.

Viene a decirnos el poeta en un texto ligero en su estructura, pero profundo en ideas, que la vida corre y vuela, con sus contrariedades pequeñas, medianas y realmente grandes, las que suceden cada hora, cada día, cada semana, cada año, con sus esperanzas e incidentes que rompen cualquier planificación. “Venimos a esta vida –escribe– para realizar un sacrificio: del de nuestra vida”. La vida está ahí para ser vivida con agradecimiento, porque, a pesar de todo, el hombre existe para ser feliz. Y “porque las cosas son siempre más de lo que son cuando son sólo lo que son”. Mateos responde a ese trasiego del vivir que fluye incesante entre el querer y el alcanzar, porque dice que “vivir esperando no es vivir”.

Todo en este libro es un pretexto para hablar de la vida, del paso del tiempo y de su huella. Todo parece observado con un ojo clínico y detallista sobre ese devenir desde el presente que hace que suceda. No hay grito en sus divagaciones, ni desconsuelo, sólo serenidad y aceptación de un yo que aspira a manejar el paso del tiempo. “Las heridas –dice– pueden mentir. Pero enseñando la verdad”.

Al escritor de verdad solo le interesa la revelación, y a lo largo de las piezas que conforman este emocionante libro hay mucha epifanía nacida del recuerdo y del asombro. Para Mateos “la vida es una música sin sonido de la que somos notas privilegiadas” que, de pronto, aflora de la realidad y siempre ha estado en ella, esperando el momento de revelarse. La vida, viene a contarnos, es tiempo robado a la muerte y al paso del tiempo. Como diría el poeta Roberto Juarroz: vivir es la dimensión definitiva del hombre. Y en ese organismo vivo, Un mundo en miniatura se conjura y crece, se lamenta, a veces, y reflexiona siempre sobre las cosas que importan.

El poeta, digan lo que digan, siempre pretende ser otro, apropiarse como un dios de su mundo inventándolo, como revelación y parte de sus contradicciones, mediante la alteridad. Mateos propicia, desde la plenitud de esa alteridad, que el lector se sumerja en lo que delata su alma: el transcurrir del tiempo, de la vida, pero con él combatiendo. “Porque la muerte en el hombre no concluye nada ni culmina nada. Porque la muerte en el hombre siempre interrumpe una vida sin que esta haya agotado completamente todas sus posibilidades.”

Este es un libro filosófico poblado de sorprendentes divagaciones, quizás el más perspicaz de toda su obra, un texto misceláneo donde su autor reúne microensayos, aforismos, pensamientos, diarios y paradojas en los que no faltan destellos de lucidez y emoción. El lector es convocado con sutileza, no sólo a la lectura del libro, sino al subrayado. Cuando un libro nos conjura con su presencia a que su voz nos encauce, nos asedie, o simplemente nos gratifique, su goce es incontenible.

La escritura es una trampa mortal para todo escritor, y eso lo sabe bien el poeta, consciente de escribir con la vida en contra. La literatura se lo exige todo, le exige la vida, inmisericordemente. El dolor, la angustia y también la muerte se añade inexorablemente a su experiencia. El libro de José Mateos encara igualmente esa adversidad como algo fecundo y parte del aprendizaje de la vida, y lo hace con admirable finura.

Pero qué cierto es que un escritor, cuando escribe con verdad y belleza, alumbra y delata su alma como pocos. Qué hermoso resulta para el lector acabar un libro sintiendo su música. Aquí hay muchos destellos filosóficos y sentido moral al son de la palabra y de la vida. Más de lo que parece.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Los libros y la vida

Uno, como lector, nunca regala su atención a un libro de forma gratuita. Lo hace cargado de esperanzas, con la idea de recolectar su fruto. Asumir ese riesgo es la aventura a la que se está siempre dispuesto a correr cada vez que decidimos leer un libro, confiados en una recompensa final. Cuando el resultado esperado se confirma, entonces el regocijo no es disimulable. Es lo que me acaba de ocurrir con la lectura de este libro, y no reparo en declarar mi gratitud hacia su autor, que hizo posible que así sucediera.

La seducción es un arte, qué duda cabe. Lo sabemos los que acostumbramos a tener siempre un libro entre las manos, los que frecuentamos bibliotecas y librerías y nos dejamos persuadir por esos mundos que otros nos descubren. Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948), lector, ensayista, antólogo, novelista, traductor y, desde hace dos años, director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, se caracteriza por eso precisamente, por esa enorme calidez seductora, sinuosa y pujante hacia la lectura, y por ese afán exultante de transmitirnos, como verdadero hombre de letras, su amor irresistible a los libros.

Mientras embalo mi biblioteca (Alianza Editorial, 2017) es un libro nacido al hilo de unas circunstancias personales de traslado de domicilio, con mucha carga de melancolía, que le llevaron a tener que desmontar su oceánica biblioteca, que lucía bien erguida en un antiguo presbiterio en Francia. Se trata de un ensayo envolvente e íntimo, traducido del inglés por Eduardo Hojman, en el que el escritor argentino-canadiense relata todo lo que supuso su biblioteca como recipiente de vida donde reposa el tiempo y su experiencia lectora, en unas circunstancias bien distintas a cómo lo contó en 1931 Walter Benjamin en su breve texto Desembalo mi biblioteca: el arte de coleccionar, en el sentido de reflexionar, mientras sacaba los libros de sus cajas, de los privilegios y compromisos que todo lector deposita en sus estanterías. Dice Manguel que embalar y desembalar son dos caras del mismo impulso, y que sus libros han conseguido conformar a lo largo de su vida bibliotecas esparcidas por diferentes lugares, a modo de autobiografía sucesiva, donde cada libro guarda su chispa del momento en que fue leído.

Lo que ya nos dijo en Una historia de la lectura (1998) de que leer es un poder otorgado al lector con las palabras de otro, para interpretar el mundo, aquí se sostiene igualmente, y se añade lo que subrayaba Kafka en una de sus cartas: “Leemos para hacer preguntas”. Manguel lo mantiene y es persuasivo en ese sentido, hasta el punto de ampliarlo: leer para situarse, para saber cómo y dónde está uno parado, leer para descifrar, además de inquirir.

Este es un libro definido como elegía por su autor, por todo lo que le supuso de dolor abandonar para siempre tierras galas, con ese sentimiento de desamparo, de horror vacui de no poder disfrutar del lugar en el que se había instalado su monumental biblioteca, que tanto tiempo le había llevado reunir, y cuyos libros se amontonaban en cajas bajo sus pies. A pesar de ello, para consuelo suyo, esta circunstancia pondrá más en énfasis su propia sabiduría para animarnos a todos a darnos cuenta de que el verdadero centro de la vida literaria está en la disposición de leer, como actitud mental y solitaria, más allá de donde esté depositado todo libro. Además de esto, hace un repaso por aquellas referencias literarias que significaron su despertar entusiasta por los libros y que insuflaron su pulsión lectora imparable.

Se podría afirmar que Manguel trajo en vena el alma de las bibliotecas. Su madre trabajaba como secretaria en una de ellas. De muy niño se trasladó a Israel al ser nombrado embajador su padre y allí tuvo sus primeros escarceos con la literatura de la mano de su niñera, una joven letrada checoslovaca que le enseñaba canciones y poemas de Schiller y Goethe. Después, al regresar a Argentina, continuaría con más descubrimientos literarios. Las mil y una noches fue uno de sus libros de cabecera. Con apenas dieciséis años empezó a trabajar en Buenos Aires en la librería Pigmalión, y allí se aficionó a leer a los autores anglosajones. Los clientes de la librería eran todos los grandes escritores argentinos del momento. Bioy Casares le recomendó leer a Conrad. Después llegaría Borges que le despertó la curiosidad por Kipling, Stevenson y Henry James.

Los libros siempre han conversado conmigo –dice– y me han enseñado muchas cosas tiempo antes de que esas cosas entraran materialmente en mi vida, y los volúmenes físicos han sido para mí algo muy similar a criaturas vivientes que comparten mi cama y mi mesa.”

Mientras embalo mi biblioteca es un hermoso conjuro literario, un homenaje a las bibliotecas, una declaración de amor y un sincero manifiesto que reivindica la necesidad de ellas. Manguel es un erudito prestigioso de la literatura, un gurú de la lectura que nos devuelve la fe en el poder, misterio y deleite del mundo de los libros.


lunes, 11 de diciembre de 2017

El amor o el deseo de saberlo todo

Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941), poeta, traductora, ensayista y narradora, ha dedicado gran parte de su quehacer literario a escribir acerca del amor y sus fantasías. Desde 1974 reside en España, donde ha publicado casi la totalidad de su obra. Entre sus novelas destacan La nave de los locos (1984) y El amor es una droga dura (1999); en la narrativa breve sobresalen sus obras más recientes: Habitaciones privadas (2012) y Los amores equivocados (2015); en el registro de no-ficción, y bajo un título entrañable, destaca Julio Cortázar y Cris, un testimonio íntimo pletórico de literatura y vida. Pero si hay un lugar preponderante en su trayectoria literaria, donde el amor irrumpe con más pasión y fuerza, tenemos que referirnos a su poesía. Con Evohé (1971), su primer poemario, inicia su periplo erótico. Después vendrán otros títulos trascendentales como Babel bárbara (1992) y Otra vez Eros (1994). Con Estrategias del deseo (2004), quizás su mejor libro de poesía, el erotismo irrumpe con más fuerza que nunca, como pulsión de vida y muerte, como pájaro que huye, como fantasma frenético que esconde muchos otros rostros.

El amor es cuestión de palabras y deseos, nos dice la escritora uruguaya en su última novela. Bajo esa dinámica, cada uno de los personajes que viven dentro de Todo lo que no te pude decir (Menoscuarto, 2017) acopla, a su manera, el relato por donde fluye ese caudal de deseo, pasión, sexo y desenfreno de sus vidas amorosas. El poder y su perfidia, la posesión, la fantasía más íntima y sus secretos también estarán presentes bajo un denominador común a todos: lo indecible. Lo que no se nombra, lo callado, existe igual de vivo en el pensamiento de todos ellos. Peri Rossi vuelve a su escenario favorito: el recinto del amor, de la pasión y del sexo. No hay amor sin relato, y esta estupenda novela se ocupa de ensamblar las diferentes historias cruzadas de amor y de dependencia que aparecen en cada uno de sus capítulos, en una sucesión tácita de confidencias compartidas.

Cada personaje que encontramos, como Suárez, el joven cuidador de un zoo, Silvia, una prostituta enigmática y culta, o el comisario Fonseca, son seres solitarios, sensibles y desvalidos que apuran sus necesidades entre el silencio y el secreto de sus vidas, entre la ternura y las perversiones, entre el goce y el vacío de sus relaciones intermitentes. En todos, el deseo sexual habla por sí mismo, sin medrar, como pulsión y reafirmación de la vida. Todos desafían constantemente su estado sentimental precario y buscan complementarse de algún modo. Claudia, otro de los personajes, confiesa que amó a Suárez por ser diferente, en cambio a Silvia esa diferencia la condujo al extrañamiento del exilio, y Fonseca, por otro lado, sostiene que si las mujeres supieran las fantasías que pasan por la cabeza de los hombres, nunca se animarían a tener ninguna relación con ellos.

Por la novela transcurren múltiples referentes culturales y mitológicos procedentes de la pintura, el cine, la música y la literatura, como la película de King Kong, El rapto de Proserpina, el poema de Curtius La muerte y la doncella, al que el pintor Schiele consagró en un cuadro, que inspiró a Schubert para componer un cuarteto, y que Polanski llevó más tarde al cine, o la evocación de uno de los libros del poeta italiano Gabrielle D'Annunzio, que pone título a uno de los capítulos del libro, en el que se cuenta el amor incendiario en plena juventud de uno de sus personajes bajo los compases de La Traviata.

Todo lo que no te pude decir es, en buena medida, un relato transgresor que levanta la barrera de lo privado e invita al lector a cruzarla, una novela, por otro lado, que intenta descifrar las fronteras que separan los territorios por donde se desenvuelve la vida íntima de los personajes que la habitan, gente ávida de deseos, seres muy necesitados de afectos que esconden sus miedos y recelos, y que aspiran a saberlo todo acerca del otro. “Los recuerdos queman”, dice uno de ellos. “Para amarse –continúa– quizás sea mejor contarse las fantasías, y no los recuerdos”. “Las fantasías dan celos”, le contesta el otro. Lo raro para todos ellos es renunciar a esa primera persona del singular, fingir que son otros, idealizar lo perdido sin renunciar a desearlo de nuevo. “Hay secretos tan íntimos que son inconfesables y se necesitaría tanto tiempo para explicarlos, tantas palabras, que perderían parte de su encanto” (Suárez dixit).

Con una prosa cuidada y llena de engarces, Cristina Peri Rossi ha escrito una buena novela, armada bajo una apariencia de relatos independientes, pero que se van interconectando hábilmente entre sí, desde un comienzo, que no es otro que una indagación policial, hasta convertirse en una fabulación intensa y adictiva que se adentra en la soledad y en los conflictos pasionales. La esencia de lo que transcurre en esta obra está en los dilemas que se van planteando y que sirven a la autora para mostrar lo extraño y lo complejo de toda relación de pareja.


lunes, 4 de diciembre de 2017

Palabras contadas

La vida, como la poesía, es lenguaje. No hay discurso ni mirada sobre el mundo que no pase por la reflexión en torno al lenguaje y a sus posibilidades. La prosa de la vida, dice Karmelo C. Iribarren, está llena de poesía. Pero no hay que olvidar que la poesía permanentemente es una meta en sí misma, elabora discursos con sus propias dudas y asombros. Ser poeta no significa escribir en verso, ni siquiera el puro acto mecánico de versificar garantiza la poesía. La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo, como subraya el escritor argentino Abelardo Castillo.

La esencia nuclear de Ciento noventa espejos (Hiperión, 2017), el nuevo libro de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954), es poética. Sus textos recogen ese espíritu dicho por el poeta donostiarra y revierte, a su vez, ese matiz sustancial que apunta el narrador sudamericano sobre la poesía como forma de vida y como manera de estar en el mundo. En Orquesta de desaparecidos (2015), su anterior publicación, escrita igualmente en prosa, la brevedad de sus textos prosiguen la senda marcada que ya se inició con Los hombres intermitentes (2006), y en ella se dice que “la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta la conciencia”.

Irazoki, que reside en París desde 1993, y allí ha compaginado su vocación poética con la continuidad de sus estudios musicales y la crítica literaria, proyecta este otro libro respondiendo a esa conciencia poética que lleva siempre consigo. Cada una de estas piezas escritas en prosa posee una métrica, un ritmo y una secreta poesía que logra convertirse en poema. Él los llama “sonetos en prosa”. Estos espejos suyos, o mejor, estas composiciones literarias, a modo de bitácora, que van desde 2009 hasta 2016, son paseos por los goces de la vida diaria, como se dice al principio del último texto, una gira alrededor de sus momentos vividos: crónicas, recuerdos, viajes, lecturas, toques musicales, deleites culinarios y contactos con artistas de muchos lugares. Casi un centenar de textos bajo un mismo molde formal de no rebasar ciento noventa palabras, una experiencia creativa nacida cuando comenzó a escribir su columna Radio París en El Cultural del diario El Mundo, y que daría origen a la concepción de este libro.

Estos textos breves reunidos conforman un verdadero y aquilatado libro, bruñido con una prosa sencilla y honda, que despliega la personalidad y la actitud serena de quien los firma: un hombre agradecido de vivir una existencia dedicada a la literatura, a la música y al cultivo de la amistad, un hombre acogedor, dispuesto siempre a dar compañía, que le gusta la conversación y que necesita saber cómo les va la vida a sus amigos.

Leyendo estos pasajes, uno se atreve a subrayar que la poesía está tan dentro como fuera de la estructura de un poema, que la conciencia o la percepción del mundo también destila poesía, y que no es necesario gritar ni sentenciar para que se alumbre un poema. Por estos espejos transita un hombre al que le gusta oponerse a las multitudes que silencian al individuo, un hombre que celebra a los diferentes que se apartan de todo resentimiento y griterío, un hombre que cuando era joven le gustaba manifestar que la calidad de las ideas políticas tienen su medida en el respeto a las contrarias, y que ahora, de mayor, le gusta pensar que el método más valioso para sopesar dicha calidad, está en comprobar la compatibilidad de esa ideología con el sentido del humor.

En Ciento noventa espejos hay un alma evocadora de vivencias, de recuerdos, de gratitudes, de detalles y de pasajes sobre el jazz, el rock, el blues, el flamenco, sobre artistas desobedientes y escritores ágiles, sobre las enseñanzas de los viajes y sus matices, sobre hallazgos literarios y también, sobre la tentación y el deleite de los fogones.

Los textos de Irazoki tienen esa capacidad de aproximarse al lector gracias a su esencialidad y hondura, a sus observaciones y predisposición para el aprendizaje y el goce. Uno se puede instruir en los pasillos y salas de espera de un hospital y salir después a la calle dispuesto a retener lo aprendido, como “envejecer sentado en un refugio de preguntas”, pero, lo mejor de todo, dice el poeta, es “el goce de no tener tiempo para el odio”.

Este es un libro gozoso y nada hiriente que refleja un estado de ánimo, el de su creador, lleno de matices, semblanzas, miradas y palabras contadas; un libro hermoso que deambula desde el conocimiento de lo propio a lo ajeno, un conocimiento honesto y positivo que consiste en hacer del fondo de la vida un interrogante y una estética moral comprometida.

jueves, 30 de noviembre de 2017

La fragilidad de la vida

En la solapa de La vegetariana (:Rata_, 2017) se dice que hay que leer este libro de Han Kang (Seúl, 1965) porque habla del cuerpo como último reducto de libertad, porque, además, habla de la fragilidad de la vida, pero también de los miedos y de los tabúes que nos rodean; que hay que leerlo porque se habla del coste que supone intentar cambiar lo preestablecido, y no digamos cuando se trata de cambiar uno mismo.

La vida consiste, precisamente, en ese sentimiento de fragilidad que nos acompaña al que no le es ajeno el paso del tiempo, el cambio de perspectiva, la alteración de lo que nos rodea o la transformación de nosotros mismos. La literatura siempre se pregunta por el valor de la vida. No leemos porque queramos escapar del mundo, ni para sustituirlo por otro, aunque nos lo pida el cuerpo, hecho a la medida de nuestros deseos, sino para ser, sencillamente, más reales.

No hay libro, ni vida de nadie que cuente solo una historia. En La Vegetariana se cuentan varias historias que tienen como artífices a los narradores que cuentan la vida de Yeonghye: su marido, su cuñado y su hermana, tres seres tristes y desvalijados, absolutamente interdependientes y equidistantes, a su vez, con lo que significa combatir frente a lo establecido. En cambio, Yeonghye representa la antítesis de todos ellos: una persona rompedora, rebelde y en soledad continua que busca su verdad y consuelo. Yeonghye es una mujer corriente, insulsa y apenas atractiva para su marido, con la única rareza de no llevar sujetador y que, de la noche a la mañana, despierta con la determinación de no volver a comer nunca más ningún animal y convertirse así en vegetariana.

En La vegetariana el cuerpo es la palabra reconducida por la voluntad de su protagonista. El cuerpo como andamiaje necesario para contradecir los hábitos de los demás. El detonante de la historia de la joven Yeonghye son las pesadillas que padece a diario, que darán un revés a su mundo, desafiando, inevitablemente, la costumbre aceptada en cualquier hogar para disgusto de su marido y demás familiares. Su negación a alimentarse de la forma establecida y su mudez prolongada agudizarán las desavenencias con todos ellos, que no cesan de hostigarla para que deponga su actitud.

La literatura trata constantemente de descifrar esas fronteras que marcan los territorios mentales de los personajes que la transitan, así como los territorios históricos, emocionales, vitales e íntimos que les atan o les impelen a saltárselos. En esta novela, Kang no elude ese envite. Su libro, además, es una reflexión moral en torno a una historia conmovedora que desvela hasta qué punto la voluntad de una persona es capaz de sobreponerse con dignidad y orgullo al escarnio familiar. La vida familiar que soporta la protagonista no solo es una continua intromisión en su vida privada, sino, además, un constante desasosiego.

Gabi Martínez, en su esclarecedor prólogo del libro, opina que habría que entender el contexto social en que Han Kang escribió la novela como una secreta intención de desvelar el “ultrapatriarcado” imperante en Corea: “El arrinconamiento de las mujeres es una evidencia, y por eso el chamanismo aún triunfa en la península: la mayoría de chamanes son mujeres que, cuando los espíritus las poseen, pueden saltarse un rato las normas mientras cantan las cuarenta a los opresores masculinos.” Este libro, más allá de esta objeción particular, lo que muestra mayormente es que no hay nada más portentoso para superar los atavismos y los apegos culturales que confiar en la fuerza interior de cada uno para querer deshacerse de ellos. Su autora insiste en que, más que reflejar la sociedad coreana, su libro tiene una proyección universal acerca de la violencia soterrada y de los comportamientos impuestos al individuo en nombre del bien común.

Por otro lado, la traductora del libro, Sunme Yoon, confiesa al final del mismo que en ese papel de encarnar al autor que conlleva la tarea de toda traducción, no pudo desconectar como lectora de la dureza del texto y tuvo que convivir todo el tiempo con el dolor que el relato irradiaba. Y es que de la lectura de La vegetariana no se sale indemne, sino trastocado. Esta es una novela que, si intentamos imaginar en qué podríamos convertirnos o en qué consiste ser otra persona, con tanta gente impidiéndolo por la fuerza, ¿lo soportaríamos, o desistiríamos? Esta pregunta aboca al lector a una disyuntiva que le es imposible dejar pasar sin tomar un partido u otro, a pesar de su complejidad.

La vegetariana no es precisamente una lectura para escapar del mundo, ni mucho menos para sustituirlo por el que se relata en sus páginas; es una lectura para sentirse más real y próximo a la vida de su protagonista. La lectura de este libro se convierte en una áspera experiencia, pero hay que decir que el reino del lector no es el reino de la identidad y empatía, sino el de la metamorfosis.

La buena literatura, digámoslo bien alto, siempre nos interpela sobre el sentido de la vida, y lo hace aún más cuando se trata de historias heroicas y perturbadoras como esta, tan rotunda, kafkiana y sorprendente.


domingo, 26 de noviembre de 2017

Elogio de la lectura

Los que no leen, dice Ramón Eder, ignoran lo que se pierden. El lector que descubre un buen libro acaba contagiándose del germen propicio para seguir en la senda de buscar otros. Todo lo que se necesita para leer es más el deseo que el tener tiempo. Sin esa dosis de interés, de curiosidad y de entusiasmo, que nadie se piense que el tesoro oculto de un libro aparecerá delante de sus ojos por arte de birlibirloque. Hay que ponerse en ruta leyendo de forma atrevida, dejándose seducir por lo que los propios libros hablan de los otros libros, probando, dejándose llevar sin prejuicios, incluso como si se tratara de un botiquín de primeros auxilios. Leer, en palabras de Juan Villoro, es como el paracaidismo: en situaciones normales solo unos espíritus arriesgados lo practican, pero en una emergencia le salvan la vida a cualquiera.

Para Antonio Basanta (Madrid, 1953), doctor en Literatura Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, articulista, conferenciante y autor de muchos libros dirigidos a fomentar la afición a la lectura, “leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse.” Para un entusiasta propagador de la lectura, como él, que ha dedicado gran parte de su vida a esa encomiable vocación pedagógica, su nuevo libro, Leer contra la nada (Siruela, 2017) es otra oportunidad para que siga manifestando que los libros son una fiesta y un laboratorio de la experiencia. Leer, subraya, es interpretar, tejer, surcar, elegir y, especialmente, una forma de emancipación. Todos los que somos partícipes de esta aventura, y muchos que llevan décadas sin bajarse de su locomotora, celebramos este diagnóstico. Es verdad que nunca se termina de aprender a leer. Aceptar esta afirmación que Basanta resalta no es más que asumir que en esa verdad se encuentra el atractivo de leer ininterrumpidamente. Su libro, además, es una declaración en toda regla de gratitud entusiasta a los libros que ha leído y a lo que ha significado en su vida el ejercicio de la lectura.

Por estas páginas reflexivas, llenas de guiños literarios y también de frases felices, a modo de aforismos, Basanta despliega buena parte de su experiencia lectora, mostrando un amplio abanico de fragmentos de libros y citas de autores para propagar lo que se dice acerca del verbo leer y avivar su radiación. Somos memoria y lenguaje, nos viene a decir. El libro es, sobre todo, el recipiente donde reposa el tiempo. Por aquí asoman pensamientos de escritores que resaltan el valor y la importancia del discurrir de los libros a través de su inmersión lectora. Kafka, por ejemplo, dice que “leer es siempre una expedición a la verdad”; Proust, por otro lado, acude al recuerdo de su niñez y señala que “quizá no hay días de nuestra infancia que hayamos vivido con tanta plenitud como aquellos que creíamos dejar sin vivir, aquellos que pasamos con un libro preferido”; C. S. Lewis, autor de La experiencia de leer (Alba, 2001), responde a la pregunta de uno de sus alumnos sobre por qué leemos, afirmando que lo hacemos “para saber que no estamos solos”.

Son muchos los pasajes señalados en este libro que hablan de esa experiencia tan excepcional, múltiple y seductora que significa leer. Y es que, como señala Paul Auster en su novela Brooklyn Follies (Anagrama, 2006), “cuando una persona es lo bastante afortunada como para vivir dentro de una historia, y más si es una historia literaria, no hay pena de este mundo que no desaparezca.” Somos consumidores insaciables de emociones, y la literatura es esa gran alacena que nos aguarda siempre para tomar lo que necesitemos o se nos antoje.

La idea que recorre este emotivo e insinuante libro no es ofrecer un texto de autoayuda, ni nada que se le parezca, sino airear una auténtica confesión de gratitud hacia los libros leídos, un elogio de la lectura como vehículo y canal próximos para aplacar esa incesante sed de consuelo y compañía que tanto demandamos. “Quien lee –subraya Basanta– no está haciendo algo; se está haciendo alguien.”

Leer contra la nada es un libro que resalta la lectura como función vital, más allá de su función meramente cultural, un hermoso ensayo que tiene un destinatario múltiple: vale para quien lee moderadamente, o para quien lo hace de higos a brevas, pero también para quien lee mucho. El lector ideal de este libro es, por tanto, aquel que siente curiosidad por conocer en otra piel el goce, las reacciones y los efectos colaterales que el verbo leer produce en uno mismo y compararlo con la experiencia ajena, un diálogo interior compartido y conjugado en modo gerundio: leyendo.

Nunca se lee lo bastante. Vale la pena hacerlo, como dejó bien dicho el escritor argentino Bioy Casares: “porque los libros ocultan países maravillosos que ignoramos, contienen experiencias que no hemos vivido jamás. Uno es indudablemente más rico después de una buena lectura”, y eso, añado, es una recompensa impagable.


lunes, 20 de noviembre de 2017

La voz de los clásicos

Quien se ha pasado la vida leyendo a los clásicos, antiguos y modernos, ha vivido bajo el signo de la relectura, que está implícita, se la haga o no, en toda literatura que se precie. Los clásicos, como dejó escrito Italo Calvino, son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra y, tras de sí, la senda histórica que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado. La lectura de un clásico, según sus palabras, debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que nos habíamos hecho de él.

No es posible concebir ninguna forma de enseñanza sin los clásicos, escribe Nuccio Ordine (Diamante, Italia, 1958) en su admirable manifiesto La utilidad de lo inútil (2013). Solo, según sus apasionadas y atentas palabras, el encuentro con un clásico y, desde luego, con un buen profesor, podrá cambiar de verdad la vida de un estudiante o de un lector aplicado. A este respecto, el psicoanalista Massimo Recalcati en su ensayo En la hora de clase (2016) apunta que el valor fundamental del maestro está en proveer al estudiante de esa curiosidad por los clásicos a través de ese estilo particular que lo distingue. Y ese estilo, cuando contagia, es el procedimiento eficaz que el buen docente aplica para dictar lo que enseña al interés y al deseo de saber de la clase.

En su nuevo libro, Clásicos para la vida (Acantilado, 2017), bajo la traducción impecable de Jordi Bayod, Ordine establece, precisamente, una relación muy estrecha entre la voz de los clásicos y quien incita a leerlos, el profesor. El maestro siempre aprende al mismo tiempo que enseña, viene a decirnos. Hoy en día, el poseer bienes materiales ocupa una excesiva preocupación en nuestro entorno, y la escuela no es ajena a ello. Por eso, advierte, conviene dar la voz directamente a los clásicos, escucharlos y experimentar lo que estos grandes escritores nos interpelan, para atenuar esa incesante pulsión de acaparar riquezas. El mundo es, por supuesto, una escuela de indagación y “lo importante –como decía Montaigne– no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras.”

Clásicos para la vida es una extensión ensayística a La utilidad de lo inútil sobre el poder de la literatura, sobre libros necesarios y relevantes, a modo de “una pequeña biblioteca ideal”, como así reza el subtítulo que Ordine fija en su obra para delimitar su trabajo. Lo constituyen cincuenta microensayos que remiten a los textos que anteriormente fueron publicados en el suplemento semanal del periódico italiano Corriere della Sera, entre septiembre de 2014 y agosto de 2015 en su columna ContraVerso, breves citas de clásicos, poetas, novelistas o ensayistas destinadas a subrayar un tema a través de la lectura de un fragmento de la obra destacada de cada uno de ellos. Como apunta el propio autor al principio, este libro nace del interés de homenajear a los clásicos, pero también para incitar la curiosidad del lector “hasta empujarlo a afrontar la lectura de una obra en su integridad”. Por tanto, estamos ante un manual de literatura que se aleja de la mera divulgación y de establecer un canon literario. Más bien pretende ser un regreso a los clásicos como necesidad. A pesar de la brevedad de sus piezas, el interés del texto escogido lleva su intencionalidad, que no es otra que despertar la curiosidad, llamar la atención del lector distraído en otros quehaceres consumistas y buscar su complicidad, para hacer posible que este ponga rumbo a una mejor compañía.

El interés del profesor Ordine y su implicación con los clásicos, omnipresente en el libro, citando a autores como Homero, Platón, Giordano Bruno, Rabelais, Goethe, Cervantes, Dickens, Borges, Yourcenar, Cavafis, Pessoa..., hasta llegar a medio centenar de ellos, aspira a elevarse, pero su vuelo, intencionadamente, es raso, porque desea tocar la realidad de la vida sin grandilocuencia. Su verdadero interés no es otro que poner un cebo, una piedra de toque, para que el lector sopese y reflexione sobre la conveniencia de leer por completo alguna de las obras señaladas en cada pasaje.

Solo se puede leer para iluminarse uno mismo, constataba Harold Bloom admirablemente: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más. El libro de Ordine apela a ello, a leer en virtud de muchos propósitos y para obtener copiosos beneficios. Su apuesta va dirigida a inducirnos a una lectura activa a través de los clásicos, lo que nos llevará al cultivo de nuestra conciencia individual y al más elevado goce, algo reservado, para aquellos que lo intenten confiados y sin prejuicios.

Hay muchas maneras de leer bien y en todas está implicada nuestra atenta receptividad. El crítico, el ensayista o el profesor deben estar al servicio de mostrar y, al tiempo, propiciar la buena lectura para que llegue como reclamo a su destinatario. Hacia esa dirección se encamina este libro, poniendo luz y taquígrafos a la voz juiciosa de los clásicos.


martes, 14 de noviembre de 2017

Entusiasmos literarios

Todos los que amamos los libros sabemos que no leemos para tratar de ser más virtuosos, ni para ser mejores personas, sino para ser más, o, si me apuráis, para ser de otra forma. O sea, que al leer un libro lo que esperamos encontrar en él es nuestra propia vida, aunque sepamos que solo sea una aspiración, un sueño o un arrebato. Aún más, no queremos tener una sola vida, sino muchas otras. En suma, sabemos que los libros, veladamente, hablan de nuestros propios deseos y anhelos.

Bajo el insinuante título de La utilidad del deseo (Anagrama, 2017), Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) aglutina un compendio de ensayos y conferencias llevados a cabo en los últimos quince años, donde viene a subrayar el amor y el destino que los libros le depararon y marcaron a lo largo de su vida, en sus dos vertientes: tanto como lector, como escritor. En los prolegómenos del libro se dice que quien lee también dialoga mentalmente con el autor, consigo mismo y con un tercero al que quiere transmitir sus impresiones y hallazgos: la lectura pide compañía. De hecho, es lo que encontramos a lo largo de las páginas del libro, mucha compañía. Para Juan Villoro, ensayista tardío, según él mismo se autodenomina, la reflexión en torno a la literatura le viene como consecuencia de su larga trayectoria como lector y escritor. Esto es en sí mismo un ejercicio de rastreo, de autoconocimiento, un sesgo autobiográfico, conforme vamos descubriendo las lecturas examinadas a lo largo del volumen.

En ese sentido, por los textos que se recopilan aquí desfilan una distinguida tropa de artistas con mucha artillería literaria. Son textos que abordan, además del entusiasmo y del apasionamiento que le profesa el autor a la literatura, una serie de reflexiones basadas en libros escritos por gente a la que admira, nombres propios que le inyectaron esa tinta venenosa de las páginas impresas, imposible de soslayar. En torno a este elenco de figuras de las letras, Villoro pondrá a nuestro alcance una minuciosa exposición de motivos, detalles y hallazgos encontrados en las obras de distinguidos autores, como Daniel Defoe, del que desvela con precisión que en su libro más importante “el náufrago escribe para corregir su vida”. “Hay libros que uno se llevaría a una isla desierta y libros que existen como una isla desierta, con Robinson Crusoe a la cabeza”, añade.

Sobre la literatura rusa del siglo XIX se centra con especial atención en la perplejidad que le suscita Gógol y en la profundidad y el frenesí que concita la escritura de Dostoievski, de quien dice que lo que retrata el autor de Crimen y Castigo no es la locura de la mente, sino la locura de la vida. Siguiendo con esa orilla europea de autores escogidos para la reflexión, se detiene en dos escritores austriacos de culto, menos conocidos por el gran público, como el pensador y aforista Karl Kraus, maestro del cálculo en la frase, atento a entregar solo lo que merece ser subrayado, o como Peter Handke, autor del que, como bien dice Villoro, es un gran indagador de la verdad mediante los recursos del relato reflexivo.

En otra parte del libro, La orilla latinoamericana, Villoro revisita a López Velarde, escritor paisano suyo, poeta de lo privado, que siempre abogó por la literatura como afirmación de la vida. También aparece en este apartado la correspondencia entre Onetti, Cortázar y Puig, tres grandes narradores que frecuentaron la relación epistolar como forma de perpetuar la necesidad del monólogo y la espera de respuestas.

Después habla de la formación del cronista a través del análisis de Crónica de una muerte anunciada. Nos dice Villoro que en el secreto desvelado y en el suspense narrativo de esta novela de García Márquez gravita la importancia de esta obra maestra: saberlo contar de esa manera, manteniendo su clímax es una cota al alcance de los elegidos. A su paisano Jorge Ibargüengoitia, que admira profundamente, le dedica gran parte de sus mejores elogios, fiel a esa estética del desenfado que tanto admiró en el autor de Dos crímenes. Finaliza esta parte con un capítulo dedicado a Carlos Monsiváis, un autor que escribe, según él, desde la información, “explorando el valor narrativo de los datos”, sin olvidarse de la risa y la caricatura, de la ironía y del dislate para disfrute del lector.

En la parte final del libro, el autor se detiene en la literatura infantil dejando claro que no se escribe para niños porque se tenga algo que enseñar, sino porque se pretende contar algo que estimule al lector a aprender por su propia cuenta. El juego de palabras, como se aprecia, por ejemplo, en Alicia en el país de las maravillas, es la clave de la narrativa infantil: usarlo con sentido común, apunta Villoro, dará pie a que el hechizo se produzca.

La literatura no se enseña, se contagia, y en este libro hay mucha intención de contagiarnos ese entusiasmo sobre esta cita que a Vila-Matas le gusta tanto referir: se escribe, como diría Julien Gracq, porque otros antes que nosotros han escrito, y se lee porque otros antes que nosotros han leído.

La utilidad del deseo es un libro jugoso, lúcido e importante, un itinerario sagaz y persuasivo que desvela en gran medida los linderos por donde transcurre la propia concepción literaria que ha ido encarnando Juan Villoro. Son los libros que ha leído los que nos hablan de él.