jueves, 20 de septiembre de 2018

Tempus fugit


El nuevo cuaderno de la vejez de Aurelio Arteta (Sangüensa, Navarra, 1945), catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, autor de ensayos éticos y manuales universitarios, prolonga lo que ya inició en A pesar de los pesares (2015), obra ya reseñada en este blog el siete de noviembre del mismo año, su cuaderno primigenio, sobre la experiencia existencial que conforma la vejez, el período más concluyente y más definitorio de la vida. A fin de cuentas (Taurus, 2018) es una continuación reflexiva de su anterior obra y se ocupa, por tanto, de ese mismo enclave vespertino que asoma en la edad tardía, la vejez, para mostrarnos el valor, la enseñanza, la anomalía y la pesadumbre que gira alrededor suya.

La uva verde, la madura, la pasa, todas son mutaciones, escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones, no para no ser, sino, precisamente, para ser lo que no se era. Y añade: “Piensa en qué estado conviene hallarse, de cuerpo y alma, cuando te sorprenda la muerte; reflexiona sobre la brevedad de la vida, la infinidad del tiempo pasado y venidero, y sobre la poca consistencia de todo lo material”. El otro Aurelio, Arteta, buen conocedor de estas máximas, despliega un texto intenso que pone su acento en ese fluir del tiempo y su inevitable punto final que llegará sin avisar a nadie, y parte de una cita de Simone de Beauvoir que resume en gran medida el objetivo de su libro: “No sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos”.

No es normal envejecer con naturalidad. Envejecer, dice Arteta, tiene sus cosas buenas, como el declive de la ambición, la competitividad y los asaltos del deseo sexual. Pero envejecer, apunta, lleva consigo una acumulación de discapacidades. En la novela Elegía (2006), de Philip Roth, el protagonista, un jubilado de setenta años cumplidos, distanciado de su propia familia, debe enfrentarse a su propio deterioro físico. Vive atormentado de su estado deplorable y proclama que “la vejez no es una batalla; la vejez es una masacre”. A fin de cuentas examina la vejez y la muerte, pero lo hace desde una mirada esperanzadora, más que de fatalidad, enfocada como algo consustancial a la vida, y, por ello, tan natural como determinante. Hablar de la muerte es necesario, es el gran misterio de la vida, viene a decirnos. Y para condensarlo recurre a esta cita de Ramón Andrés: “La muerte no está al final de la vida; está en el centro”.

Todo el libro es un devenir de diálogo introspectivo en el que transcurre la vida y su evolución a través de los años, proclamando “vivir casi ensimismado para vivir con mayor sentido”. Vivir la vida en momento presente. No cuenta otro tiempo. El universo y la vida, nos dice el filósofo, es un misterio lleno de preguntas. La vida es el arte de sobrevivir, de sortear la adversidad. Pero la muerte siempre viene a molestar. Se cuela sin pedir permiso. Todos seremos anónimos en el tiempo. Muchas de las reflexiones y citas que pueblan las páginas del libro se circunscriben a esa relación tan equidistante que la vejez y la muerte forman entre sí. El destino del ser humano consiste, justamente, en pasar al olvido. La vida es breve, escribe Mankell en Arenas Movedizas (2015), en tanto que la muerte dura mucho, muchísimo.

A fin de cuentas contiene muchas escenas de vida, pensamientos y paradojas sobre la complejidad de envejecer con dignidad, de sobrevivir a un presente continuo que pondrá punto final a ese espejo retrovisor en el que contemplamos lo que quedó tras nosotros, y donde tampoco faltan vivencias brillantes, humor, ni momentos de sinceridad. Infinito es el número de las bifurcaciones que concede la vida en su recorrido hasta situarse en la vejez, pero, a la postre, el trayecto es único. El ser humano, al fin y al cabo, viene a constatar Arteta, es el que llega a una edad para la que no se preparó, y, encima, cargando sobre sus hombros un cesto abultado de memoria y nostalgia.

La vejez y la muerte son dos grandes temas de la literatura, un binomio que se ajusta más a ese peldaño de vida acumulada en la que los años dan una amplitud de miras al significado de vivir. Este libro, al igual que el tomo anterior, no es una apología de la vejez, pero se aproxima; no es un tratado filosófico, pero sí contiene mucha argumentación ética y moral de lo que la vejez tiene de didáctica infalible.

A fin de cuentas es un libro lúcido, que ofrece una mirada crepuscular del paso del tiempo, una visión del mundo desde la edad tardía del autor, que otea desde esa atalaya propia de la vejez, para hablarnos del sentido de la vida, a la que contempla con un decidido empeño de autoestima y respeto.

La vejez, como la vida misma, siempre aceptará miradas múltiples y contradictorias, porque es una etapa laboriosa y fecunda, en el sentido que le daba Cicerón, de llevar siempre algo entre manos con igual inquietud que en los periodos anteriores de la vida. Aurelio Arteta comparte, con mucha sabiduría y tono vital, esta suerte de examen que a cierta edad nos espera a la mayoría.

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