martes, 28 de septiembre de 2021

Escenas de la vida



Dicen que a los poetas solo los leen los poetas, pero hay gente fuera de ese ámbito que también se siente atraída por el poder seductor de la poesía, por su musicalidad, por la cercanía a un ajuste de cuentas con la realidad, por probar encontrar una cierta hospitalidad en las palabras del poeta, como si descubriéramos que en lo entredicho del poema hubiera algo nuestro o se acercara a nuestras inmediaciones. Por eso a muchos no nos importa reconocer que, aun teniendo una vida más prosaica, participamos también de ese proceso de creación y ejercicio de conciencia que tiene la poesía por el puro placer de leer. Es la paradoja de merodear por la casa de otro, como huésped curioso.

Confieso que, aun siendo mayormente un lector de prosa, mantengo algunos lazos estrechos con la poesía de un escogido y limitado número de autores que confluyen en ese sentido de la hospitalidad que busco, realista, o, mejor dicho, a ras de suelo. En ese rango, la poesía de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959) tiene una presencia continuada en el tiempo, su forma se ajusta con inusitada facilidad a ese modelo de poeta realista, de verso claro y desnudo que invita a mirar y a sacar nuestras propias conclusiones, una poesía que habla de las cosas importantes de la vida, en un tono de confidencia que denota inmediatez y cercanía.

En El escenario (Visor, 2021), su nuevo poemario, Karmelo viene a confirmar una vez más que su poesía es comedida, que necesita pocas palabras para expresar su relación con el mundo y consigo mismo. Viene a decirnos también que en la nostalgia y en los sentimientos temporales duermen los recuerdos y las metáforas más importantes de la vida, las vivencias realmente sustanciales del día a día: Me acerco a un mundo / en el que mis recuerdos / no van a tener dónde ocurrir. Por eso mismo le interesa tanto el tiempo y su devenir, porque todo está hecho de material de tiempo. Aunque deja claro, como en estos otros versos del mismo poemario, que las cosas siguen igual y nos hablan, que somos nosotros quienes cambiamos: Las cosas están ahí para servirnos, / y son felices haciéndolo. / Pero también nos observan. / Algunas seguirán aquí / cuando no estemos, / y hablarán de nosotros.

La poesía de Karmelo es el pálpito de un tiempo, de un trayecto y de una vida que sucede cada día. Es un poeta fácil de entender, porque es capaz de describir la complejidad de la existencia con palabras sencillas, de las que usamos todos los días: Mi poesía/ y yo/ nos parecemos tanto/ que hay gente que nos confunde. Pero, a su vez, también es difícil, porque sabe cómo infiltrar esas palabras en la conciencia del lector, cómo persuadirle hacia la pesadumbre del tiempo, de la nostalgia y del descreimiento: Los amigos / pueden ser un bálsamo / durante un tiempo, / pero la vida / acaba con ellos: / al final / siempre resulta que no lo eran tanto. La poesía de Karmelo, seca y desnuda, desprovista de solemnidad y retórica, es la voz íntegra de un paseante, de una flâneur de Donosti que ciñe sus pasos hacia el crepúsculo del mar, que se sostiene por las aceras y encuentra consuelo en la mesa de un bar mirando mientras toma un café.

Sus ochenta y cuatro poemas no aparentan saber más del mundo de lo que en realidad sabe el poeta, más bien emiten algo personal sobre las complicaciones de la vida, a través de un recuerdo, un paisaje, un escenario: los parques, el paseo marítimo, la noche, las calles de su ciudad, las aceras, un gorrión, un mirlo o una gaviota, la lluvia y el bar. Sus temas giran en torno a la soledad, el amor, el deseo, el desamor, la infancia, la condición urbana, el paso del tiempo, la muerte. Todo ello desde la perspectiva de un paseante ya más viejo, con visión escéptica e irónica de la vida, que escribe en papel o de memoria en el reducto y mirador de la mesa de un bar, consciente de que la vida nos es lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa.

La jerarquía de la poesía de Karmelo se circunscribe a la observación y a la experiencia de su propio protagonismo pensante, capaz de ver las cosas y desmenuzarlas con esa claridad real que supone vivirlas personalmente como poeta autobiográfico: Cruzar un puente / sirve para llegar al otro lado, / pero mientras lo haces suceden otras cosas. Dice en otro poema que con su poesía no sabe bien lo que pueda pasar: que va a su ritmo, a su aire,/ y que, al igual que la vida,/ tiene sus propios planes. Y en otro poema de título A jornada completa refiere cómo llega y se comporta en él la poesía: Tiene algo de tirana / y de ama de llaves estricta. / Algo también de amante en celo.


El escenario, como bien dice Pablo Macías en la contraportada del libro, “es un libro de ausencias, y de unas pocas –aunque innegociables– certezas”. Dentro de su habitáculo encontramos a un sujeto poético que camina a la intemperie por las calles de su ciudad bajo el paraguas de su monólogo interior intimista, alejado de abstracción y propenso a utilizar la ironía como fórmula de escurrir lo que incordia. Todos los poemas discurren por el ahora y lo inmediato, como forma de presentarse y de estar. Y lo más significativo, propio de su firma, es que en ese acontecer diario se replican cada uno de ellos en clave emocional, para dejar ver las preocupaciones, temores, confidencias, paradojas y deseos de un tipo descreído, de un poeta cercano, sobrio y sagaz que se llama Karmelo C. Iribarren, que emociona y conmueve, capaz de convertir en poema cualquier detalle mínimo que sucede en las entrañas de su ciudad, un maestro del detalle y de la concisión.


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