Hace
dos veranos hice un tour por tierras polacas. Si los inviernos en Polonia dejan
una huella imborrable para el visitante, aquel verano de 2011, la
ola de calor proveniente del sur quedó registrada en los anales
como los días con las temperaturas más elevadas que se recuerdan en las
tierras del Vístula. Durante una semana un sol de justicia nos
acompañó celosamente por el país de Copérnico, Chopin
y el Papa Wojtila.
Al norte de
los Cárpatos existe una región que fue uno de los focos culturales
más activos de Europa. Allí nacieron escritores de la talla de Paul
Celan, Joseph Roth o Bruno Schultz. Ambientado en esta comarca acabo de leer un libro de Andrzej Stasiuk
(Varsovia, 1960) titulado Cuentos de Galitzia
(Editorial Acantilado), un texto que encierra las vivencias de un pueblo, la gente de Galitzia, en una sucesión de
historias personales llenas de melancolía que plasman las leyendas, la realidad y las fantasías de sus habitantes. En este territorio, entre ucraniano y polaco, que fue soviético y, anteriormente, un eslabón
más del inconmensurable imperio austrohúngaro, suceden estas piezas narrativas sobre la vida cotidiana de sus campesinos y artesanos.
La
mirada de Stasiuk se fija en la vida rutinaria de un pueblo
pequeño de la Galitzia rural de hoy en día. Los diálogos de los
protagonistas rezuman la atmósfera local e integran las historias de unos y otros, hasta completar el cartel de un
retrato colectivo.
Son
quince retratos, más que cuentos, en los que Stasiuk nos
habla de un personaje, de un lugar, de un tiempo, de un crimen...
Sorprende la facilidad del escritor polaco para entretejer historias
por medio de otras. Y este efecto se va extendiendo a medida que
vamos avanzando por el libro hasta descubrir que todos los relatos
se interrelacionan. Aparecen nombres de personajes, lugares como la
tienda, la tasca y otros espacios que se repiten exactamente igual
que nos ocurre en nuestra vida diaria. Los días son distintos y,
paradójicamente, iguales. Las descripciones de los personajes que
desfilan por las páginas de Cuentos de Galitzia son
breves y certeras, llenas de agudeza. Así habla sobre el herrero
Kruk: “...su andar se ha vuelto un poco más lento pero
los pies los pone como siempre: plob, plob, plob, como si hiciera
ventosa, como si se amoldara a la desgastada carretera gris”, (pág. 23). O esta otra descripción: “Janek es una especie de
persona rubia y de talle corto en la que las venas y músculos de un
hombre grande se han encogido y apiñado sin perder un ápice de su
fuerza”, (pág. 29). O, por ejemplo, esta otra sobre uno de los
personajes más activos de estos relatos: “Kosciejny tenía un
aspecto corriente y moliente, un poco como un espantapájaros fugado
de algún huerto. Ésa es justamente la pinta que tienen los
cuarentones flacos en mono de trabajo...”, (pág. 49).
En
toda las narraciones parece que el autor prescinde del adorno, pero lo
cierto es que el conjunto está tan bien dispuesto, que apenas se deja notar. Sin lugar a dudas, lo que sobresale en la páginas de Cuentos
de Galitzia es la calidad eterna de sus personajes, gente
apegada a su tierra y a su tiempo. La sensación que da la lectura de
este libro es haber contemplado unas escenas magistrales de cine que
alumbran personajes y lugares, una especie de documental literario
que recuerda a Fellini. Stasiuk recrea la realidad y
los sentimientos de esos habitantes sirviéndose de una prosa cuidada
y poética, y logra componer un paisaje vital y verosímil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario