El
otro día, el escritor Antonio Rivero Taravillo colgó en
facebook un post agudo y certero acerca de los creadores de
aforismos, que decía lo siguiente: “Al aforista no le pido que
diga una verdad nueva; le exijo que la diga mejor”. Esto es dar
en la diana. El aforismo es un arte antiguo y noble que recientemente
goza de un reconocimiento en alza. Cada vez se editan más libros
sobre este fenómeno. Si bien es innegable la admiración que siempre
suscitó, cultivado por grandes figuras de la literatura y el
pensamiento, ahora, con las redes sociales, es todo un boom
imparable. Escritores, seguidores y entusiastas del género se retan
diariamente en Twitter y Facebook con citas propias y frases célebres
para vivificar sus quehaceres y preocupaciones diarias.
La
primera vez que leí algo de Nicolás Gómez Dávila (Bogotá
1913-1994) fue precisamente en Facebook, hace un año, y de las
diversas citas que me encontré del colombiano, recuerdo ésta,
referida por un gran maestro actual del género aforístico, Ramón
Eder, que tildaba al sudamericano de “magnífico aguafiestas”
con una de las apostillas extraídas de sus escolios: Escribir
corto, para acabar antes de hastiar.
Escolios
a un texto implícito, editado
por el sello Atalanta en 2009 es otro acierto en el haber de Jacobo
Siruela, un cuidadoso
editor, que puso primor y oficio en la publicación de esta obra
maestra del género breve. Este volumen es todo un auténtico sistema
filosófico, pese a su forma fragmentaria. Nicolás
Gómez Dávila era un
erudito (leía perfectamente latín y griego) con una biblioteca
selecta de más de treinta mil volúmenes. Cristiano y reaccionario,
orgulloso de su condición, es un provocador y crítico de todo lo
que representa la modernidad: la democracia, el materialismo, la
cultura de masas, la pornografía... Los escolios, esas acotaciones
que se anotan al margen de los libros, es el producto de un hombre
disciplinado que llevó una vida metódica en busca del pensamiento y
la verdad de los grandes asuntos que plantea la filosofía, la
política y la religión: el tiempo, el hombre y su destino. El texto
implícito, referido por el escritor y pensador colombiano, no es
otro que el mundo, la realidad misma expresada por medio de sus
escolios.
La
mejor manera de entrar en Escolios a un texto implícito
es sumergirse aleatoriamente en sus deslumbrantes y sustanciales
aforismos, sin olvidarse de leer el prólogo del italiano Franco
Volpi, imprescindible y
fundamental para aproximarnos al texto y contexto de la obra de este
brillante autor colombiano, cuyos irresistibles fragmentos evocan a
los moralistas franceses, desde Montaigne
y Pascal
hasta Rivarol.
Los escolios es una obra de infinitas lecturas, para leer y releer,
un libro de cabecera con más de mil cuatrocientas páginas que te
obliga a subrayar inevitablemente infinidad de frases concisas y punzantes que luego te exigirán reflexionar.
Gómez
Dávila es un escritor
disciplinado y universal: Solo el escritor paciente y
laborioso sirve manjares suculentos al lector;
que es consciente, como Lichtemberg, de que el aforismo es la forma más breve del ensayo; sabe que la
escritura fragmentaria ha de tener un estilo corto y elíptico: Un
hecho es inferior a su relato, y
que además de afán didáctico, el escritor tiene que ser exigente y
arriesgado: Primero se crea y luego se fracasa, el oficio
va al comienzo. Nicolás
Gómez Dávila es sutil,
pero letal, conoce la ridiculez de un escritor sin talento,
que no es más que un
eunuco enamorado, de ahí su
empeño en escribir con garbo y sencillez para conferir a sus
escolios la dureza de la piedra y el temblor de las ramas.
Mucho
nihilismo recorre las páginas de esta obra monumental, aunque el
pensamiento del autor está forjado de objeciones férreas y rechazos
a las banalidades del mundo. Gómez
Dávila es un pensador de
la estirpe de los exquisitos y extraños, como Cioran,
Porchia
o Canetti.
Escolios
a un texto implícito es
uno de mis mejores hallazgos literarios de los últimos años, una
colección intemporal de apostillas fragmentarias, todo un corolario
de inspiración y lucidez inacabable que confirma la frase feliz del
escritor Antonio Muñoz
Molina: la
literatura es algo que hay que leer al menos dos veces.
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